Una osa y un dragón, esculpidos en piedra, reposan en el patio renacentista de la residencia de los condes de Paredes, construida en el mismo solar donde viviera el santo patrón de Madrid. Fueron tallados al tiempo y ahora apenas unos metros les separan pero, durante muchos años, han corrido aventuras cada uno por su lado antes de llegar a lo que hoy es el Museo de San Isidro. De la osa sabemos que es símbolo heráldico de la Villa desde antiguo y así sigue siendo. Pero su pareja, el dragón, sólo asomó brevemente al escudo de la ciudad, y gracias a una leyenda.

En tiempos de Felipe III y aprovechando que el Pisuerga pasaba por allí, el duque de Lerma compró terrenos en Valladolid y luego dio el pelotazo convenciendo al rey de que trasladara la Corte a sus revalorizados feudos. Madrid se dispuso a dar la batalla por la capitalidad del reino y empezó a acumular razones (y también dinero con el que ablandar voluntades) para revertir la situación. Mira tú por dónde, casualmente aparecieron en esos años leyendas con mucho glamour sobre la fundación de la ciudad. Ficciones que lo mismo convertían Madrid en colonia de fenicios que de troyanos o, como en Juego de Tronos, en la tierra prometida de tribus adoradoras de dragones.

Este último mito habría nacido en 1569 al meterse la piqueta en la plaza de Puerta Cerrada para reordenar el urbanismo de la zona. Entre los cascotes, apareció grabada en piedra lo que el cronista López de Hoyos primero llamó culebra y convirtió después en un mucho más cool «espantable y fiero dragón, el cual traían los griegos por armas y las usaban en sus banderas» como una de las advocaciones de Zeus, nada menos. Puestos a buscar un origen noble pues, oye, se busca a lo grande. Fuera o no decisivo el oropel de esos supuestos linajes, el caso es que el monarca se convenció de las bondades de la villa y la Corte volvió a Madrid en 1606. El dragón (que otros creen más bien un grifo, es decir, una mezcla de águila y león) hizo fortuna y se colaría hasta 1967 en las armas de la ciudad. Y en otros lugares, como la mismísima Cibeles.

Alfonso Giraldo recibió el encargo de poner dos surtidores a la fuente. Esculpió a la osa (o el oso) de nuestra historia para que sirviera de caño exclusivo para abastecimiento de los aguadores y al dragón como grifo (nunca mejor dicho) para libre uso por el resto de la vecindad. Cuando la diosa dejó de servir de abrevadero, las figuras se separaron. La primera tuvo como destino ser convidada de piedra en la Casa de Fieras de El Retiro. En la jaula de los osos, claro. El dragón pasó un tiempo en los almacenes municipales y fue dejado luego en un patio interior del antiguo Ayuntamiento, en la plaza de la Villa. Con la apertura del Museo de San Isidro, que nos invita a recorrer la historia de Madrid desde sus orígenes y hasta la época de Felipe II, osa y dragón se han reencontrado felizmente de nuevo.

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