Galería central del Museo del Prado. Foto de Álvaro López del Cerro.

Con la esperanza de regresar poco a poco a la normalidad, este sábado abre sus puertas el Museo del Prado, después de tres meses sin visitantes. Sin embargo la Feria del libro, que suele celebrarse en el Parque de El Retiro entre finales de mayo y principios de junio, tendrá que esperar al otoño. La edición número 79 será entre el 3 y el 18 de octubre. Para ir recuperando el pulso a la vida cultural madrileña, me propongo un recorrido por la pinacoteca a través de la literatura, que suponga un sustituto temporal al tradicional encuentro de escritores y lectores. En lugar de pasear bajo la sombra de los plátanos por el Paseo de Coches en busca de buenos títulos, hagámoslo esta vez por la galería central del edificio de Villanueva.

El ensayista Eugnio D’Ors sigue siendo el autor de la mejor guía que se ha escrito hasta ahora. Tres horas en el Museo del Prado se publicó 1922 y es un breve paseo salpicado de erudición y observaciones personales que convierten el texto en una extraordinaria creación literaria. Así lo explica él mismo.

Hoy me toca a mí. Éste es mi día de libertad. No para aprender, no para enseñar, entro ahora en el Museo del Prado. Ni hablaré de las pinturas, ni me prepararé para escribir a su propósito. Estoy aquí para recrearme. Para re-crearme, es decir, para ser objeto de una creación nueva, que me tenga a mí por autor. ¡Ambicioso designio!

D’Ors habla de los artistas más conocidos y de las obras más relevantes. También responde a una pregunta que tantas veces se han hecho los intelectuales que han visitado el Prado. ¿Y si ardiese el museo? ¿Qué cuadro salvarías? Parece que respaldado por el criterio de los especialistas, el escritor elige El Tránsito de la Virgen de Mantegna con un argumento contundente: «no hay cuadro mejor compuesto que éste, en la antología de la pintura universal».

El tránsito de la Virgen. Mantegna, c.1462. Museo del Prado.

Ramón Gómez de la Serna decía que el Museo del Prado era la verdadera catedral de Madrid, algo con lo que sin duda estaría de acuerdo Josep Pla, para quien el edificio de Villanueva era un lugar al que volver una y otra vez. En su desternillante crónica titulada Madrid. El advenimiento de la República, escrita en 1933, el más importante renovador de la literatura en catalán le dedica unas páginas emocionantes.

En Madrid, cuando uno no sabe qué hacer, tiene siempre un recurso incomparablemente noble, infinitamente agradable, para pasar el rato: ir al Museo del Prado.

Esta afición de frecuentar asiduamente el museo la han compartido numerosos escritores, como por ejemplo Rafael Alberti, que a los 15 años de edad se instaló en Madrid con sus padres. Aquí fue donde descubrió su vocación de artista, en principio más fuerte que la de poeta. En su libro A la pintura dedica un poema a cada uno de los maestros que forman parte la colección (El Bosco, Tiziano, Goya…) y un soneto a conceptos como el color, el claroscuro o la perspectiva.

¡El Museo del Prado! ¡Dios mío! Yo tenía
pinares en los ojos y alta mar todavía 
con un dolor de playas de amor en un costado,
cuando entré al cielo abierto del Museo del Prado.

El Museo del Prado a principios del siglo XX. Biblioteca digital Memoria de Madrid.

En 1936 el escritor colaboró en la evacuación de las piezas del museo dirigida por Timoteo Pérez Rubio para evitar que desaparecieran bajo las llamas o las bombas. Años más tarde contaría esta historia en su obra de teatro Noche de guerra en el Museo del Prado. Recuerdo que cuando murió Rafael Alberti el 28 de octubre de 1999 el telediario sugirió que uno de sus grabados –el poeta también fue autor de una interesante obra gráfica– colgaría durante algunas horas junto a sus admirados pintores. No he podido comprobar que se hiciera.

Alberti no ha sido el único en abrirnos las puertas del Museo del Prado a través de la literatura dramática. Hace un par de años pudo verse en el CDN la obra de Ernesto Caballero La autora de Las Meninas, protagonizada por la actriz Carmen Machi. En este sentido, la pintura de Velázquez ha sido una fuente inagotable de inspiración. Mucho antes, en 1960, Buero Vallejo había estrenado en el Teatro Español Las Meninas, en las que narra la vida del artista y su deseo de volver a Italia.

La sala de Las Meninas. Foto de Álvaro López del Cerro.

Las Meninas es también el título de la novela gráfica con la que Santiago García y Javier Olivares obtuvieron el Premio Nacional de Cómic en el año 2015 y del primer capítulo de Las palabras y las cosas, uno de los libros más leídos del filósofo francés Michel Foucault, escrito en 1966. Las preguntas que plantea este cuadro siguen sin tener respuesta y tal vez nunca las tengan, como nos sugiere el prestigioso pensador postestructuralista.

¿Cuál es el espectáculo, cuáles son los rostros que se reflejan primero en las pupilas de la infanta, después en las de los cortesanos y el pintor y, por último, en la lejana claridad del espejo?

Otra obra de Velázquez conservada en el Museo del Prado es el precioso Cristo que pintó por encargo de Felipe IV para el Monasterio de San Plácido en Madrid –se dice que de este modo el rey quería expiar sus pecaminosos amoríos con una de sus monjas–. El lienzo fue la inspiración de uno de los más bellos poemas de Miguel de Unamuno.

(…) blanco tu cuerpo al modo de la luna
que muerta ronda en torno de su madre
nuestra cansada vagabunda tierra; (…)

Cristo crucificado. Velázquez, c.1632. La Trinidad. El Greco, c.1577-80. La duquesa de Alba y su dueña. Goya, c.1795. Museo del Prado.

Las obras de la colección han generado tantos poemas –es decir tantas écfrasis– que resulta imposible enumerarlas todas. Entre las últimas, ya escritas en el siglo XXI, podemos destacar los de José Ovejero en su Nueva guía del Museo del Prado, con la que traza un recorrido didáctico y a la vez muy personal por la colección, o algunos de los sonetos de Guillermo Arróniz incluidos en De verso en Greco. En el primer cuarteto con el que pinta La Trinidad, Arróniz calca con palabras precisas la extraña consistencia de las figuras del pintor cretense.

¿Cómo puede pesar al tiempo mismo
un cuerpo como mármol somnoliento
y ser la sombra ingrávida del viento
al borde de la paz y del abismo?

El jardín de las delicias. El Bosco c.1500-05. Foto de Álvaro López del Cerro.

Después de Las Meninas, probablemente El jardín de las delicias sea el cuadro que más páginas ha inspirado. El museo celebró el quinto centenario de su autor con la publicación de un cómic de Max que el mismo dibujante definía como una “pantomima bosquiana”. Lo tituló El tríptico de los encantados. Otro ejemplo es Saliendo de la estación de Atocha, la primera y aplaudida novela del joven escritor norteamericano Ben Lerner. Su protagonista visita obsesivamente las salas del pintor flamenco semanas antes de los atentados del 11 de marzo, casi como si fuera una premonición de la violencia. Es también un poder profético el que Javier Sierra atribuye a esta y otras pinturas en El maestro del Prado, una novela de misterio que llegó a estar en la lista de los diez libros más vendidos en los EE.UU. Parece que El Bosco conjuga muy bien con el suspense, porque El espejo negro, obra con la que Alfonso Domingo ganó el premio de novela Ateneo de Sevilla, la historia de la pintura se entrelaza con las vivencias trepidantes de un joven anarquista. Otra de las muchas obras nacidas bajo la atenta mirada a este cuadro es el delicadísimo poema de la uruguaya Cristina Peri Rossi que forma parte de Las musas inquietantes.

(…)
Huellas de árboles futuros
se estampan en los vidrios,
como a veces, de un sueño,
sólo nos queda una señal en el cuello.

El jardín de las Delicias. El Bosco, c.1500-05. (Detalle). Museo del Prado.

Aunque Goya ha sido una referencia mucho más importante para el cine que para la literatura, también hay un buen puñado de escritores fascinados por el pintor mejor representado en el museo. El yugoslavo Ivo Andrić, Premio Nobel de literatura de 1961, le dedicó un ensayo escrito durante sus años de vicecónsul en Madrid, y el autor de ciencia ficción Stephen Marlowe escribió una de sus biografías, El coloso: una novela sobre Goya y su mundo, en 1965. (Puede que hoy no la hubiese titulado así, porque hace unos años Manuela Mena, una de las mayores especialistas, ha negado que la obra El coloso sea suya). La policiaca El ángel negro, escrita por Laura Higueras, comienza con un asesinato delante de las pinturas con las que el artista cubrió las paredes de la Quinta del sordo y que desde hace más de cien años pueden verse en la sala 067 de la pinacoteca. No es esta sin embargo la única vez que la novela negra ha visitado al genio pasiones desbocadas. La última entrega de la serie de la comisaria Ruiz, escrita por Berna González Harbour, recuerdo a uno de los grabados más conocidos del artista, El sueño de la razón... Del mismo modo que el libro más conocido sobre el maestro evoca otro de Los caprichos, Volavérunt, con el que Antonio Larreta obtuvo el Premio Planeta en 1980 y que más tarde adaptaría a la gran pantalla Bigas Luna. Por sus páginas desfilan la Duquesa de Alba y muchos otros de los personajes de sus cuadros.

Serie de Los Caprichos. Goya, 1797-99. Museo del Prado.

Como ya he contado en varias ocasiones en este mismo blog, a María Zambrano también le encantaba perderse por el museo. En uno de sus artículos de estética aborda el cuadro Santa Bárbara de Robert Campin como si fuera una metáfora. Su amiga Rosa Chacel, otra de las más reputadas escritoras de la Edad de Plata, se refiere en las primeras escenas de su obra Barrio de Maravillas a las pinturas Juan Carreño de Miranda conservadas en el Prado.

–        No, mamá, no son esas cosas las que me han llevado a ver expresamente. Me llevaron a ver otras cosas que todavía no te he descrito. Me llevaron a ver los Carreños…¿Sabes lo que es eso?
–        No, la verdad, eso no sé lo que es.
–        Pues los Carreños son los cuadros de un pintor que se llamaba así, Carreño, y a los cuadros les daban ese nombre. Yo creía que era el nombre de los personajes retratos, pero era el del pintor. 

Pasillos del Museo del Prado. Álvaro López del Cerro.

Dotar de vida y movimiento a los personajes que pueblan los cuadros del museo ha sido una obsesión de muchos escritores. Manuel Hidalgo Ruiz lo hizo con La infanta baila en 1997, que parece ser una secuela de los relatos que una década antes había publicado Manuel Mujica Lainez bajo el título de Un novelista en el Museo del Prado. Desde el primer párrafo las figuras se salen del marco y pululan por la galería central de la pinacoteca, gracias a la prosa barroca del argentino, que dedicó este recopilación a la propia institución: «Al museo del Prado, al cual adeudo muchas horas de felicidad».

A poco que cae la tarde y que empieza a anochecer, los personajes de las pinturas y las estatuas del Museo del Prado, se desperezan y sacuden. Durante el día entero, permanecieron inmóviles, dentro de sus marcos o encima de sus pedestales, para admiración y tranquilidad de los turistas. Nadie, ni el estudioso más avizor, pudo advertir alguna mudanza en sus actividades a menudo embarazosas, tan habituados están a cumplir con la plástica tarea que les asignó la imaginación de sus creadores.

El museo aparece mencionado en la obra de muchos otros escritores. Ha inspirado a Galdós, Hemingway, Muñoz Molina o Eslava Galán, que con su guía La familia del Prado quiso celebrar el bicentenario de la institución hace un par de años. Todos estos títulos podemos encontrarlos en las librerías independientes de Madrid, que llevan ya unos días abiertas. Y seguro que también en la feria que volverá este año, sólo que un poco más tarde. Por el momento el Museo del Prado abre sólo algunas de sus salas, donde ha reunido las obras maestras, pero siempre seguiremos encontrando muchos de los tesoros de su colección en las páginas de la literatura.

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