Parece que Cupido, la divinidad del amor, se ha dado una vuelta por el Museo del Prado: tanto deseo en la pintura hace latir el corazón a una velocidad de vértigo. Romances, casi todos, que acaban en tragedia. Así son los dioses y en muchas ocasiones, la experiencia lo dice, también los hombres: pasionales, infieles, celosos… Aunque pocas veces haya final feliz, un paseo por la colección permanente del Prado puede ser una muestra de amor con la que sorprender a alguien el día de los enamorados.
Mi recorrido comienza delante de La Historia de Nastagio degli Onesti, pintada por Botticelli sobre las tablas de un cofre de ajuar de bodas en 1483. Cuenta como un joven, que ha sido rechazado sistemáticamente por su amada, decide llevarla a un bosque donde suelen aparecerse los fantasmas de una mujer y de su enamorado, que todos los días le extrae el corazón por su desdén. El final de la historia podrás encontrarlo en la novela El Infierno de los amantes, del Decamerón de Bocaccio.
Los amores arrebatados son muy frecuentes en la mitología clásica. En una obra de Annibale Caracci se representa el momento en el que Adonis encuentra a Venus: al apartar unas ramas en busca de su presa, el bello cazador descubre a la diosa que sorprendida se pincha con una de las flechas de Cupido, surgiendo un amor irrefrenable entre ambos personajes. Narrado en Las Metamorfosis de Ovidio, este mito fue la excusa perfecta para representar escenas eróticas.
Pero la historia no termina aquí, en una secuencia casi cinmetográfica las salas de pintura veneciana terminan de contarme este mito a través de dos obras maestras. En la pintura de Veronés, Adonis descansa sobre el regazo de Venus, cuya mirada meditabunda parece indicarnos que intuye el fatídico final de su amor. A continuación, en el cuadro de Tiziano, la diosa trata de detener a su amante con un gesto desesperado. Finalmente un jabalí matará al joven y las gotas de su sangre teñirán de color las rosas.
Y es que el amor era uno de los temas sobre los que más se discutía en las cortes italianas del Renacimiento. Un caballero que se preciase debía saber hablar sobre el amor, sobre un amor espiritual, filosófico y purificador, como refleja La Ofrenda a Venus, pintada por Tiziano y basada en un tema del autor latino Filóstrato. Sin embargo la realidad era bien distinta y en estas mismas salas el retrato de Micer Marsilio y su esposa, de Lorenzo Lotto, me recuerda que en el siglo XVI muchos matrimonios se arreglaban antes de que los cónyuges llegaran a conocerse, de tal modo, que el día que posaban para el pintor podía ser, incluso, la primera vez que se encontraban, como me hace pensar el ensimismamiento de la figuras.
La pintura de Tiziano me anima a dirigirme a las salas de Rubens, su gran seguidor. Pero descubro que un siglo después, El jardín del Amor (1633), pintado por el maestro flamenco, propone una idea mucho más hedonista. Las parejas que se repiten a lo largo del cuadro, todas formadas por el propio artista y Helena Fourment, su joven mujer, aparecen en distintas posiciones. El arte de Rubens es el arte de las sensaciones y de los placeres.
Así que a veces el amor también acaba en boda, como muestran ésta y otras pinturas del museo. Recibamos o no regalos de San Valentín, declaremos nuestros sentimientos o prefiramos guardar un silencio escrupuloso, Cupido se pasea con una venda en los ojos por el Museo del Prado y ¡no hay quien lo detenga!
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