Una exposición en Conde Duque cuenta la historia de Ajoblanco, la revista que, en dos etapas diferentes – 1974/1980 y 1987/1999 -, reflejó las transformaciones sociales y las incertidumbres de nuestro país desde la Transición hasta los albores del siglo XXI.

A muchos de los que nacimos en los años ochenta nos da cierta envidia descubrir en las fotos, paneles y manifiestos que reúne la exposición de Conde Duque el enorme vitalismo de Ajoblanco. Nuestros hermanos mayores a lo mejor puedan ponerse nostálgicos y recordar la portada de una revista que lo mismo hablaba de la globalización que de la conquista gay del barrio de Chueca y algunos de nuestros padres seguro que recuerdan la primera época del Ajo, como siempre la han apodado sus lectores, cuando sorprendió en los quioscos abriendo por primera vez el debate en torno al ecologismo, la antipsiquiatría y las drogas, pero nosotros, debemos aceptarlo, hemos llegado tarde. Nos queda, eso sí, el asombro ante los temas que trató Ajoblanco y que hoy, pese a ser una entrada más de la Wikipedia, siguen de actualidad.

Ajoblanco también ocupa un lugar muy especial en el imaginario de sus colaboradores, quienes encontraron un espacio de libertad donde se podía hablar sin pelos en la lengua de todo lo que se había obviado durante los años de la dictadura franquista. Su espíritu crítico perduraría durante las dos etapas y es, después de quince años sin verla, lo que más se echa de menos. En uno de los vídeos que se proyectan en Conde Duque Pepe Ribas, el fundador de Ajoblanco, explica que tenían la voluntad de ir en contra de cualquier tipo de dogmatismo, bien proviniera del Régimen o de la CNT. Ya no valían los modos clásicos de protesta, era necesario el humor y la ironía, un nuevo anarquismo mediterráneo que recogiese la tradición española – el número dos rendía homenaje a Durruti – y la experiencia de los situacionistas y los yippies. Una prueba fue el primer logo de Ajoblanco que, diseñado por Quim Monzó, copiaba su tipografía del de Coca-Cola para imprimir una personalidad pop a la sopa fría andaluza cuyo nombre daba título de la revista.

Mientras que por el primer Ajo pasaron los jovencísimos Toni Poig, Fernando Mir o Karmele Marchante, y el algo mayor que ellos Luis Racionero, que introdujo el análisis de la contracultura en España, en el segundo cobraron cierto protagonismo los artículos de pensamiento con Fernando Savater y Eugenio Trías. Una nueva generación de escritores y artistas, como Almudena Grandes, Pedro Almodóvar o Miquel Barceló, tuvieron en la revista su primer escaparate, y es que durante aquellos años parecía que  Ajoblanco no sólo cuestionaba casi todo, también descubría a muchas de las firmas que pasarían a formar parte de la «cultura oficial». Hubo un dossier sobre feminismo, otro sobre las fiestas populares, que trajo polémica por la interpretación pagana de las Fallas, e incluso otro que planteaba muchos interrogantes a la Constitución del 78. Ver qué se pensaba, qué se decía y qué se sentía entonces no sólo nos aproxima a la España que fuimos, sino también nos permite recuperar la frescura de un tiempo que ya es historia.

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