Juan Abelló y su esposa Anna Gamazo han dibujado el mejor retrato de sí mismos a través de las obras que componen esta colección, que podrá verse en CentroCentro Cibeles hasta el 1 de marzo.
Si tuviera que elegir tres palabras para resumir el espíritu de la exposición serían coherencia, recuperación e intimidad. “Coherencia” porque, pese a reunir piezas de muy diverso origen – entre las que destacan muy especialmente la escuela española del siglo XVII y las vanguardias del siglo XX -, el conjunto adquiere una gran unidad, desde las tablas tardomedievales a la obra de Bacon. “Recuperación” porque los coleccionistas han perseguido obras que habían salido del país y que hoy forman parte del patrimonio histórico español, como la tabla Salvator Mundi entre San Pablo y San Pedro de Yáñez de la Almedina o El joven gallego de Murillo. E “intimidad” porque el dibujo, disciplina que se disfruta mejor a distancias cortas, tiene gran protagonismo gracias al Álbum Alcubierre, que reúne obras de Alonso Cano o Valdés Leal.
Al comienzo de la exposición hay una sala dedicada a Madrid que resultará especialmente interesante a los que ya hayan visitado la ciudad en más de una ocasión. Aunque algunos de los edificios representados en estas pinturas y dibujos por desgracia han desaparecido o han sido profundamente transformados, otros escenarios sí son perfectamente reconocibles. En estas obras los pequeños detalles, como una merienda campestre o una corrida de toros, llaman la atención por su realismo y viveza.
Después comienza una narración más o menos lineal de la historia de la pintura con dos salas, una al comienzo de la exposición y otra justo antes de entrar en el último apartado, que a modo de bisagra confrontan obras muy distantes entre sí, como un retrato de Joris van der Straaten y otro de Juan Gris y un bodegón de Benjamín Palencia con otro de Tomás Yepes (por cierto éste último una de mis obras favoritas por mostrar unos pájaros con extraordinario detallismo). Aunque, entre los hallazgos de Felipe Garín y Almudena Ros de Barbero, comisarios de la muestra, destacaría principalmente la sutil reivindicación de los artistas españoles en el contexto internacional. Por ejemplo, junto a las obras de los grandes maestros del impresionismo y postimpresionismo, como Degas o Van Gogh, no muy abundantes en nuestras colecciones públicas, se presenta el trabajo de Ramón Casas o Rusiñol. Y Tápies y Miró sirven de antesala al gran tríptico de Bacon que, situado en la última sala del recorrido, conecta a través del hall con la primera obra de la muestra, el San Francisco de El Greco.
Pero la exposición, más allá de mostrar con claridad la evolución de la pintura española y europea prestando especial interés al dibujo, reúne un importante conjunto de obras sobresalientes. Muchos visitantes repararán en La educación de la Virgen que, después de haber sido atribuida a Velázquez hoy se considera obra de Zurbarán y cuya armoniosa composición resulta de un sosegado equilibrio entre los volúmenes de las figuras o El olfao de Ribera, un evocador ejercicio de sinestesia a medio camino entre los géneros del bodegón, la alegoría y el retrato, y casi un resumen de las grandes preguntas que se ha hecho la pintura a lo largo de los siglos.