Desde el jueves pasado y hasta el 23 de diciembre, puede verse en el Teatro Real Death in Venice, la ópera de Benjamin Britten que fue considerada por la crítica su testamento artístico.
Hay ciertas historias que no nos cansamos nunca de repetir. Hay ciertos personajes que se instalan en el imaginario colectivo con gran perseverancia. Pienso por ejemplo en Orlando, Don Juan, Fausto o Drácula, que han protagonizado un sin fin de versiones en teatro, ópera o cine. Pues bien, a esta familia de arquetipos pertenece Gustav von Aschenbach, el erudito que pese a llevar toda la vida elucubrando la más elevada noción de la belleza, solo la encuentra cuando vislumbra al delicado Tadzio por primera vez. ¿Cómo no me iba a sorprender que un amigo, al que me encontré de regreso a casa, me preguntara si La muerte en Venecia y Aschenbach podían llenar una ópera? “¿Te parece poco?” le dije. Entonces recordé la primera vez que fuí a ver la película homónima de Visconti en el Cine Doré, hace ahora más de diez años, donde aquella noche no cabía ni un alfiler. (Por cierto con motivo de la representación de la ópera en Madrid se han programado actividades paralelas en la Filmoteca Española, la Fundación Juan March, la Biblioteca Nacional y el Teatro Real).
Según parece, la propuesta de Britten para convertir en ópera La muerte en Venecia entusiasmó a los herederos de Thomas Mann, ya que éste se había referido en varias ocasiones al joven compositor como el músico que mejor podría adaptar algunos de sus títulos. La obra surge entonces como una síntesis rotunda del universo del escritor y de la estética de Britten, que se la dedicó a su pareja, el tenor Peter Pears, Aschenbach en el estreno mundial en Covent Garden de Londres en 1973.
Bajo la dirección musical de Alejo Pérez, tanto al coro como la orquesta titulares del Teatro Real han sabido abordar con enorme precisión una partitura de gran complejidad estilística. Es impresionante el trabajo de John Daszak que, en el papel de Gustav von Aschenbach, sostiene gran parte del peso de la obra, y de Leigh Melrose, cuya lista de registros, como demuestra en cada uno de los personajes que interpreta a lo largo de la función, parece casi infinita. Pero, pese a contar con estos magníficos artistas, esta obra podría ser mucho menos embriagadora si no fuera por la puesta en escena. Pocas veces he visto un trabajo tan efectivo como el del tándem formado por Willy Decker (director de escena) y Wolfgang Gussmann (escenógrafo) quienes, sin mostrar ni una sola vez Venecia – más espejismo que ciudad -, son capaces de trasladarte a sus callejones misteriosos y espeluznantes, pues algo o mucho de terror hay en esta historia.
La muerte en Venecia, tanto la original descrita por Thomas Mann en su novela corta, como todas las que han venido después – la pintada por Visconti en el cine o la soñada por Britten en la ópera -, es la muerte a la que nos arrastra un deseo sin límites (si es que el deseo pudiera ser de otra forma distinta), un deseo de plenitud que se debate entre la fascinación formal y la atracción física. Ambigüedad entre Apolo y Dionisos, entre las luces y las sombras, que ha hecho que nunca nos cansemos de volver a llorar con Aschenbach.