Pocos edificios de Madrid me parecen tan imponentes como la Real Basílica de San Francisco el Grande, en el Barrio de la Latina. Su cúpula, una de las mayores del mundo, da carácter al sky-line de la ciudad.
Desde Madrid Río, desde la Casa de Campo o desde los Jardines del Templo de Debod, San Francisco el Grande aparece anclada en lo alto de la cornisa en la que se sitúa el viejo Madrid, como si fuera un globo que está a punto de echarse a volar. Muchos turistas la confunden con la Almudena y si bien no existió el proyecto de transformar este templo en catedral, sí rondó la idea de convertirlo en Salón de Cortes. Su historia está marcada por ser uno de los monumentos más icónicos de Madrid, objeto de varios proyectos fallidos para engrandecer la ciudad, como la espectacular pasarela propuesta 1810 que uniría la basílica con el Palacio Real. Sin embargo ha servido de caballerizas, durante el reinado de José Bonaparte, y de cuartel de infantería, después de la desamortización de Mendizábal. Y durante algunos años, de 1869 a 1874, una de sus capillas tuvo la función de Panteón Nacional, al que trajeron los restos de Calderón de la Barca, Garcilaso de la Vega o Francisco de Quevedo, entro otros ilustres prohombres que hoy ya no descansan aquí. De todas las funciones que ha tenido este edificio, tal vez la más notable sea la que tuvo durante la Guerra Civil, cuando el gobierno de la República decidió incautar las obras de arte existentes en Madrid y reunirlas todas bajo la gran cúpula de San Francisco el Grande, para protegerlas de posibles atentados.
Volvamos al principio. Según cuenta la leyenda, el propio San Francisco de Asís, en su peregrinaje a Santiago de Compostela, fundó en el año 1217 un convento-ermita en este mismo lugar. La construcción de un nuevo templo no llegaría hasta 1761, cuando el fraile Francisco Cabezas y José de Hermosilla comenzaron a levantar el edificio. Sería Antonio Plo quien cerrase la cúpula en 1770 y en 1776 Francisco Sabatini, autor de la Puerta de Alcalá, diseñaría la fachada principal que, como el telón de un teatro, oculta el interior de la basílica. Al entrar me asombra un espacio circular amplísimo, cubierto por una sola cúpula de 33 metros de diámetro, la tercera más grande de la cristiandad después del Panteón de Roma (43,4 m) – edificio con el que tiene una clara relación compositiva –, San Pedro del Vaticano (42,5 m) y Santa María de las Flores en Florencia (42 m) y superior a las de Santa Sofía en Estambul (31,8 m), la catedral de San Pablo de Londres (30,8 m) y los Inválidos en París (24 m).
Mientras su arquitectura es muy característica del Madrid dieciochesco, a medio camino entre el barroco y el clasicismo, la decoración de la mayor parte de sus capillas, casi todas terminadas en el siglo XIX, me hacen pensar en un museo de arte “fin de siglo”. Me fascina el dramatismo algo afectado de las pinturas de Carlos Luis de Ribera y Fieve, Castro Plasencia o Alejandro Ferrant, todos ellos autores muy conocidos en la época, y las contundentes esculturas de Mariano Benlliure y Ricardo Bellever, autor del popular monumento al Ángel Caído. El azar, muy caprichoso, ha hecho que en la capilla de la Pasión se presenten, una frente a otra, las pinturas de Antonio Muñoz Degraín y de José Moreno Carbonero, maestros respectivamente de Pablo Picasso y Salvador Dalí, los dos grandes rivales del arte español del siglo XX. Pero ninguna de éstas fue la pieza más cara de la decoración de la basílica. Por 150.000 pesetas de entonces, tres veces más de lo que habían costado las siete puertas de nogal que dan acceso al templo, Juan González realizó en hierro dulce unas cancelas historiadas con los emblemas de Alfonso XII y de la orden franciscana custodiados por unos fantásticos dragones.
Ahora bien, la mayor parte de los turistas que se acercan hasta San Francisco el Grande no vienen a contemplar la obra de ninguno de estos artistas, hoy prácticamente olvidados. Vienen a ver las pinturas de Alonso Cano y Zurbarán, en la sacristía, y un cuadro de Goya que se encuentra en la capilla que está a la izquierda de la entrada. Su título es “San Bernardino de Siena predicando ante Alfonso V de Aragón”. Por lo visto, para ganarse el favor de Carlos III, el pintor sustituyó a Renato I de Nápoles por su rival, Alfonso el Magnánimo, de quien descendía el rey español. También suele decirse que el personaje vestido de amarillo es un autorretrato del artista.
Antes de abandonar la basílica, que puede visitarse de martes a domingo de 10:30 a 12:30 y de 16:00 a 18:00 horas, me dirijo al altar mayor para ver parte de la exquisita sillería del siglo XVI realizada por Bartolomé Fernández para el Monasterio del Parral (Segovia). San Francisco el Grande, frecuentemente olvidado en el itinerario turístico habitual, es sin lugar a dudas uno de los edificios religiosos más interesantes que conozco. No sólo por la belleza de su arquitectura, también por haber sido el espejo en el que Madrid se veía como una gran ciudad, merece la pena visitar la basílica que fue panteón, hospital, cuartel de infantería y caballerizas y, también, escenario de tantos proyectos fallidos.