Este otoño coinciden en Madrid cuatro exposiciones monográficas dedicadas a Munch, Bonnard, Kandinsky y Max Bill, destacados pintores de principios de siglo XX que hicieron un renovado uso del color.
Habría que remontarse varios siglos para comprender lo que esto supone, porque la historia del arte es también la historia de los colores. Desde el sentido que tiene el púrpura, extraído de la tinta violácea de una molusco y asociado al poder en la Antigüedad, al significado especial que los artistas otorgaron en la Edad Media al pigmento azul, proveniente del carísimo lapislázuli y reservado para el manto de la Virgen. Entre los historiadores del arte es frecuente hablar del rojo de Velázquez o del plata de Goya, pero a partir del siglo XIX, con el desarrollo de las pinturas de fabricación industrial, los colores dejan de tener la firma propia de cada artista, que hasta la época los preparaba de forma artesanal en su taller. Sin embargo es entonces cuando empieza a cobrar cierta relevancia la teoría del color entre impresionistas y puntillistas, y ya a principios del siglo XX surge con fuerza la psicología del color, fundamental para comprender la pintura de los fauvistas y expresionsitas, referencia ineludible de Bonnard, Munch o Kandinsky.
Podríamos decir que gracias a la vanguardia el color pierde en la pintura sus connotaciones culturales – el blanco como símbolo de pureza, el amarillo tan frecuentemente usado para representar al diablo, el bermellón propio de la corte… – y redefine su expresividad a través de la percepción subjetiva o de los estudios pseudocientíficos que, entre otros realizaría Wassily Kandinsky. Por este motivo creo que las cuatro exposiciones que coinciden ahora mismo en Madrid son una ocasión sin precedentes para disfrutar de algo que podríamos llamar “la revolución del color”.
En la muestra de Munch, hasta el 17 de enero en el Museo Thyssen-Bornemisza, encontramos numerosos ejemplos de este subjetivismo del color. Las paredes verdes o amarillas de una habitación pueden hablarnos de la enfermedad y el rojo de una melena del deseo de la mujer fatal. No importa tanto que en realidad los colores sean estos u otros, sino que transmitan con fuerza un estado de ánimo concreto. Esta exposición, que en lugar de seguir un recorrido cronológico propone un acercamiento temático a la obra del autor de El Grito, también sirve para ilustrar cómo cada tema se representa mejor con una gama de colores en concreto.
También Bonnard, a quién la Sala Recoletos dedica una exposición hasta el 10 de enero que traza toda su trayectoria, usa el color como recurso específico de la pintura. Tal vez porque frente a la fotografía – en la muestra se pueden ver algunas tomadas por el propio artista – era lo que de modo más singular la caracterizaba entonces. Cuando pinta los baños terapéuticos de su mujer, contrasta los amarillos y naranjas de las paredes con el blanco y el azul del agua. Pero lo que demuestra que Bonnard es un gran artista es su capacidad para pintar de rosas y rojos las paredes de las habitaciones sin que nos percatemos de la inverosimilitud de esta opción. Para mí la exposición de la Fundación Mapfre ha sido un redescubrimiento del artista, durante años marginado en los libros de historia del arte por no adherirse a ninguno de los movimientos de vanguardia.
Un acercamiento radicalmente distinto es el de Vassily Kandinsky. CentroCentro Cibeles presenta hasta el 28 de febrero la colección que la viuda del artista donó al Centro Pompidou de París. La muestra recorre pormenorizadamente los años en los que formó parte de Blaue Reiter en Munich, su vuelta a Rusia con motivo de la Revolución Soviética, la Bauhaus, donde daría clases, y su exilio en París tras el ascenso del nazismo. A través de libros como Punto y línea sobre el plano Kandinsky propondrá una serie de principios para hacer uso del color en el arte nuevo, algo que influirá de forma definitiva a muchos de los artistas de las siguientes generaciones.
Un ejemplo es Max Bill, a quién la Fundación Juan March dedica hasta el 17 de enero una completísima exposición que aborda su trabajo como diseñador y sus “objetos configurados para el uso espiritual”, o sea sus pinturas. Es evidente que durante sus años de estudiante en La Bauhaus interiorizó las lecciones de Kandinsky en torno al color y cierta estética de lo trascendental, tan característica de los padres de la abstracción y heredera de la tradición romántica. La obra de Max Bill, especialmente sus diseños, demuestra que esta “revolución del color” ha cambiado nuestro entorno cotidiano de manera definitiva. Al salir de la exposición pienso en el color que tendrían las lámparas y sillas de los restaurantes, los escaparates que jalonan la avenida o la publicidad de los autobuses, si estos artistas, Munch, Bonnard, Kandinsky y Max Bill no hubieran liberado la paleta del sentido y significados que se les daba la historia hasta no hace tanto tiempo.