En medio de la vorágine navideña, cuando la ciudad se convierte en un interminable ir y venir de gente, las exposiciones que estos días se dedican a Giorgio Morandi y a Esteban Vicente son dos islas en las que encontrar cierto sosiego. Son además dos propuestas artísticas antagónicas y complementarias, por lo que resulta interesante hacer un recorrido de la figuración metafísica del primero al expresionismo abstracto del segundo.
Giorgio Morandi nació en Bolonia en 1890, se relacionó con los futuristas y más tarde con el movimiento Novecento. Después de la Primera Guerra Mundial su obra, al igual que la de Carrá y de Chirico, se aproximó a una nueva figuración que bautizaron con el nombre de “pintura metafísica”. Eran estampas de gran simplicidad, como los dibujos y grabados que se muestran hasta el diez de enero en la Galería Leandro Navarro, bodegones de botellas, jarras o vasos -todos objetos atemporales- y paisajes de casas y fábricas en las que las chimeneas recuerdan a obeliscos (podrían ser intercambiables).
A Morandi lo apreciaron los surrealistas y los abstractos por el mismo motivo, por el silencio que inspiran unas pinturas aparentemente inexpresivas. Son imágenes en las que no sucede nada pero que no podemos dejar de contemplar con asombro, porque comparten el mismo secreto -el mismo misterio- que esas naturalezas muertas del barroco español (las de Zurbarán y Cotán). Tienen el valor de proponer una alternativa a la modernidad militante, sin aspavientos ni violencia ni gritos, como una reivindicación del poder humilde de la belleza.
Aunque nació en Turégano (Segovia) en 1903, Estaban Vicente desarrolló buena parte de su carrera artística en los EE.UU, donde después de la Segunda Guerra Mundial se relacionó con pintores como De Kooning -con quien compartió estudio-, Jackson Pollock o Mark Rothko, todos ellos integrantes de la conocida como Escuela de Nueva York. En este sentido es el único español que participó en un periodo clave de la historia del arte contemporáneo, tal vez mitificado a través del discurso del crítico Clement Greenberg, quien vio en este grupo a los legítimos herederos de las vanguardias europeas al mismo tiempo que a uno de los primeros movimientos puramente americanos.
Pero más allá de este contexto histórico, la obra de Esteban Vicente tiene un enorme valor por sí misma, porque sin caer en las estridencias, sin abusar de la gestualidad, sin recurrir al misticismo vacuo, aborda la abstracción con absoluta valentía, claridad y limpieza. Los cuadros que estos días expone la galería de Elvira González -amiga del artista durante casi 25 años- son de una enorme delicadeza. Para disfrutar de ellos hay que observar con atención el uso del color, en veladuras sutiles y complejas perfectamente contrastadas, y de las texturas -buena parte de la muestra son collages-. Me entristece decir que de todos los artistas españoles del siglo XX, no sólo es uno de los más internacionales -como también lo fueron Picasso, Miró o Dalí (nacido un año después-), sino también uno de los más desconocidos para el gran público. Por esto es un motivo de celebración que la galería madrileña vuelva a dedicarle, hasta el 18 de enero, su decimoprimera exposición monográfica al elegantísimo Esteban Vicente.