La historia de la zarzuela –el teatro lírico español por excelencia– está estrechamente vinculada a la de Madrid, no sólo porque surgiera en los escenarios de la Villa y Corte, sino porque fue el género que desde finales de siglo XIX más se preocupó por describir (o tal vez inventar) cierta identidad castiza, propia de los barrios populares de la capital. Estos días en los que se hubiesen celebrado las fiestas de La Latina a todos nos viene a la cabeza la forma de hablar chulesca de Don Hilarión, el joven Julián, la seña Rita, «la Casta» y «la Susana», o de cualquiera de los personajes de La Verbena de la Paloma (Bretón). Pero no es este el único título de temática madrileña, también forman parte de nuestra memoria colectiva El barberillo de Lavapiés (Barbieri), Agua, azucarillos y aguardiante (Chueca) o La del manojo de rosas (Sorozabal), por citar sólo algunos de los ejemplos más conocidos. En este post trazamos un paseo por la ciudad a partir de las melodías que mejor han descrito el ambiente de nuestras calles.
Su origen se encuentra en las obras líricas que el dramaturgo Calderón de la Barca y el músico Juan Hidalgo escribieron para la corte a finales del siglo XVII y que solían representarse en el Palacio de la Zarzuela, al que el género le robó el nombre que tiene hoy. A diferencia de la ópera, desde el principio los libretos intercalaron partes habladas -en lugar de recitativos-, canciones populares y danzas. A partir de este modelo Sebastián Durón, Antonio de Literes o José de Nebra compusieron respectivamente títulos como Salir el amor del mundo, Celos no guardan respeto o Viento es la dicha de amor, entre otras que reúnen algunas de las páginas más bellas de la música barroca española.
Con la llegada de los Borbones los músicos italianos conquistaron la corte. Son los años en España de Farinelli, Domenico Scarlatti y Luigi Bocherini. Este último también compuso, a partir de un libreto de Ramón de la Cruz y por encargo de la duquesa de Osuna, una zarzuela titulada Clementina. Algo que hoy podría parecernos excéntrico –aunque en aquella época no lo era en absoluto– es que la propia duquesa, María Faustina Téllez-Girón, pidió expresamente que la obra fuera representada por sus familiares y amigos en una función a puerta cerrada la Nochebuena de 1786. Trece años más tarde y con cantantes profesionales se estrenaría en el Teatro de los Caños del Peral. La partitura manuscrita que se utilizó entonces todavía se conserva en la Biblioteca Histórica de Madrid.
Mientras que Bocherini no volvió a componer más teatro lírico, Ramón de la Cruz ya había convertido la música en un elemento esencial de sus sainetes. Su compositor de cabecera fue Antonio Rodríguez de Hita, con quien hizo un tándem perfecto en obras como Las segadoras de Vallecas, que inaugura esa obsesión de la zarzuela por las historias de enredo y los ambientes populares.
Del «género grande» al «género chico»
A mediados del siglo XIX llegarían las obras dramáticas de larga duración, que más tarde se considerarían los mayores ejemplos el «género grande» de la zarzuela. Jugar con fuego de Francisco Asenjo Barbieri o Marina de Emilio Arrieta, ambas estrenadas en el Teatro del Circo, son dos de los ejemplos más sobresalientes. Pero sólo la segunda pudo verse, ya en 1871, en el Teatro Real, durante décadas un coto vedado para la mayoría de autores españoles y por supuesto para la música en español, lo que explica la rivalidad que a lo largo del siglo XIX hubo entre la ópera, frecuentada por la aristocracia, y la zarzuela, que en Madrid fue el género con el que se identificaba la naciente burguesía y las clases medias. Al fin y al cabo muy pocos entendían los libretos en italiano.
Así que en 1856, un nutrido grupo de libretistas, cantantes y compositores españoles, hartos de ver cómo el Real sólo estrenaba obras extranjeras, promovieron la construcción del Teatro Lírico Español, que más tarde pasó a llamarse Teatro de la Zarzuela. Había tantas ganas de verlo en pie que se levantó en apenas siete meses y la primera función coincidió con el cumpleaños de la reina Isabel II. Su historia la cuenta muy bien un programa monográfico de la serie Documentos de RNE. En su escenario se ha podido escuchar por primera vez títulos inmortales como El juramento (Gaztambide), Gigantes y cabezudos (Fernandez Caballero), Maruxa (Vives) o El Caserío (Guridi).
De forma paradójica, al mismo tiempo que la zarzuela alcanzaba un mayor reconocimiento por parte de la crítica, el público fue distanciándose de estas obras épicas y encontró en el llamado «teatro por horas» –funciones de corta duración que habían empezado a programarse a partir de la revolución de 1868– historias más ligeras. Nacía así el llamado «género chico», que según se decía tenía su “personificación” en el Teatro Varieades junto a la Plaza de Antón Martín y su propia “catedral” en el Apolo, ubicado en la calle de Alcalá. Por desgracia ambos escenarios han desaparecido.
La historia volvía a repetirse, si el Teatro de la Zarzuela había nacido como alternativa al Real para dar cabida a la música en español, el Apolo surgía ahora para programar todas esas obras que, a largo de las primeras décadas del siglo XX, empezaron a introducir sin prejuicios elementos de la opereta, el vodevil, el music hall, la sicalipsis o el cuplé –conocido también como el «género ínfimo»–. En 1913 se estrenan en España 183 títulos, muchos de los cuales también pudieron verse en América. De esta edad dorada de la zarzuela nos habla el número de escenarios que le dedicaban espacio: 12 en Madrid en los años diez, 21 en México en los años veinte.
De «la revista» al cine y la televisión
La zarzuela, lejos de ser ajena a las circunstancias históricas, ha reflejado a lo largo del tiempo las transformaciones sociales de España. Si el «género grande» fue la banda sonora de un país que buscaba su propia identidad en pleno romanticismo, el «género chico» se interesó cada vez más por los mismos temas que copaban las portadas de la prensa y que preocupaban al ciudadano de a pie, hasta que por fin dio paso a la «La revista», precedente inmediato de los musicales de hoy. El mayor ejemplo de esta fascinación por la actualidad –e incluso por el futuro– probablemente sea La Gran Vía de Federico Chueca, que se estrenó 24 años antes de la apertura de la avenida madrileña, cuando aún era un proyecto debatido en los plenos municipales.
«La revista» incluía números de baile con ritmos modernos como el foxtrot, la polca, el tango o el chotis, y algunas de sus canciones, a veces para burlar la censura a veces para divertir más, sus letras empezaron a tener doble sentido, político o picante. Ejemplo de esto serían “El pichi” de Las Leandras (Fernando Alonso), o “Aquí les traigo higo” de La pipa de oro (Ernesto Pérez Rosillo y Manuel Martínez Mollá). Alcanzó su momento de esplendor en la II República, cuando se hace muy popular entre las clases trabajadoras, como demuestra el éxito del Teatro Pavón, ubicado en pleno corazón obrero de Madrid.
Durante la Guerra Civil la escritora María Teresa León fue la responsable de la sección dedicada a “El teatro de arte y propaganda” y posteriormente a “Las Guerrillas del Teatro” del bando republicano. En estos años el Teatro de la Zarzuela abriría sus puertas a los Títeres de cachiporra de Federico García Lorca, La cacatúa verde, de Arthur Schnitzler o a La tragedia optimista, del autor soviético Vsevolod Vichnievsky. Mientras tanto el bando nacional también hizo uso de «la revista» al grabar el chotis “Ya hemos pasao” con la estrella del género Celia Gámez.
Aunque el cine, incluso cine mudo, ya había prestado un gran interés por la zarzuela, con ejemplos como la Doña Francisquita (Vives) de Hans Behrendt en 1934, es después de la contienda cuando llegan las grandes producciones apoyadas por la televisión estatal. Del director Juan de Orduña no sólo son las versiones para la gran pantalla de La revoltosa (Chapí), Las golondrinas (Usandizaga), La canción del olvido (Serrano) o Bohemios (Vives), también un clásico del cine musical español que probablemente puso punto y final a toda una época, El último cuplé, protagonizado por la estrella internacional Sara Montiel.
¿Quién no ha cantado zarzuela alguna vez?
No me refiero a cada uno de nosotros empuñando el jabón bajo la ducho al grito de «fiel espada triunfadora», sino a muchos de los grandes cantantes líricos que han comenzado su carrera en la zarzuela o han vuelto una y otra vez al género. Lejos de menospreciarla, Alfredo Kraus, Montserrat Caballé, Teresa Berganza, Plácido Domingo, Ainhoa Arteta, Javier Camarena, María José Montiel, María Bayo o Elīna Garanča, entre otros, nos han regalado algunas de las romanzas más bellamente interpretadas.
Pero no son los cantantes líricos los únicos dueños de la zarzuela. Ésta tiene una raíz popular que todavía puede rastrearse en la música pop en español. Si en las décadas de 1970 y 1980 Mocedades y Ana Belén incluyeron en sus repertorios algunas de sus melodías inolvidables, el año pasado pudimos ver a Rodrigo Cuevas en Barbián, un espectáculo para los Veranos de la Villa que interpretaba el género en clave electrónica.
Quién después de leer esto tenga ganas de más puede visitar el Museo de Historia y el Museo del Romanticismo, que tienen dos salas dedicadas al mundo espectáculo en el Madrid del siglo XIX, o acercarse la próxima semana a Conde Duque, porque los días 21, 22 y 23 de agosto está programada La corte de Faraón y el 22 y 23 un espectáculo de Raquel Acinas sobre la historia del género. Dos aperitivos del suculento cartel con el que a partir de octubre vuelve a abrir sus puertas el Teatro de la Zarzuela.