CaixaForum propone un itinerario por el arte de los Estados Unidos a través de la obra gráfica de algunas de las firmas más conocidas desde principios de los años sesenta hasta hoy. Forman parte de esta exposición series icónicas, como la que Andy Warhol dedicó a la silla eléctrica, o las proclamas feministas de las Gurrilla Girls: «¿Tienen que estar desnudas las mujeres para entrar en el museo?».
Como explicaba muy bien la profesora Estrella de Diego en uno de las publicaciones sobre arte contemporáneo de la colección Historia 16, podríamos identificar cada década del siglo XX con una ciudad distinta. Entre 1960 y 1970, Los Ángeles y Nueva York rivalizaban por este protagonismo. Fue en los ambientes del East Village de Manhattan donde se puso un poco de kétchup y un poco de ironía para restar solemnidad al expresionismo abstracto, es decir Pollock y compañía, que al fin y al cabo solo hablaban de «mí, mi mismo y conmigo». No es que a los artistas del Pop Art les faltara un inmenso ego para a tomar las galerías, pero Jasper Johns o Roy Lichtenstein empezaron a revestirlo de un afilado sentido del humor y volvieron a temas que los espectadores –esos señores como tú y como yo que a veces vamos a un museo– tenían muy cerca: la publicidad, la televisión y el cine. Andy Warhol convirtió su firma en algo mucho más importante que su talento y sin duda, visto con la perspectiva que da el tiempo, esa sería su gran aportación. Era inevitable que este fenómeno se expandiera pronto por la costa Oeste, donde la factoría de Hollywood producía cultura popular desde hacía cincuenta años. Con la exposición New Painting of Common Objects del año 1962 el Pop Art desembarcaba en el museo de Passadena, a las afueras de Los Ángeles. Wayne Thiebaud, Robert Dowd o Edward Ruscha son algunos de los creadores de California que podemos incluir en esta corriente.
Al público general a veces se le olvida que hay vida después del pop, pero ya a mediados de los 60 comienzan a sucederse distintas propuestas y movimientos que reflejan la buenísima salud del arte norteamericano hasta nuestros días. Poco a poco se observa que los discursos feministas, antirracistas y pacifistas se van incorporando con muchísimas fuerza. Lo vemos en propuestas de mujeres artistas muy diversas, como Louise Bourgeois, May Stevens o Kara Walker. Al mismo tiempo, hay pintores que siguen explorando los límites de la propia disciplina en un ejercicio de literalidad que tiene como resultado una vuelta a la abstracción, como hacen los minimalista Ellsworth Kelly o Frank Stella, o a una figuración radical, como proponen los fotorrealistas Richard Estes o Chuk Close. Por su parte Philip Guston o Richard Dieberkon apuestan por un expresionismo que entronca directamente con el arte de la primera mitad del siglo XX.
En cualquier caso el hilo conductor de la muestra y de buena parte del arte norteamericano hasta nuestros días es la búsqueda de una identidad propia, por esto abundan las referencias a hechos de la historia contemporánea, como la Guerra de Vietnam o las elección del presidente de los EE.UU, e iconos que resumen la idiosincrasia y las contradicciones de un país que ha hecho de la libertad su bandera y que después de la II Guerra Mundial se convirtió en el centro del mundo. Faltan algunos capítulos fundamentales en este relato, como son las prácticas conceptuales, la performance, la vuelta a las artesanías o el indigenismo. Pero hay que entender que se trata de una exposición que reúne sólo obra gráfica, lo que también nos habla de la extraordinaria relevancia que soportes como la litografía, la serigrafía, el fotograbado o el aguafuerte han tenido y siguen teniendo en el mercado, y de manera muy especial a partir de la segunda mitad del siglo XX, cuando se incorporan un nuevo tipo de coleccionistas con presupuesto medio. Muchas de las obras de El sueño americano provienen del British Museum, lo que no deja de ser garantía de calidad.