El salto de Darwin. Interior coche. © Esmeralda Martin.

Las Naves del Español en Matadero acogieron ayer el estreno absoluto de El salto de Darwin, una obra que el dramaturgo franco-uruguayo Sergio Blanco quiso presentar en 2011 en Argentina pero que, debido a su indagación en el sufrimiento de las víctimas de la Guerra de las Malvinas, se vio obligado a guardar en un cajón. Dice el autor que con este texto ha querido además reencontrarse con su lengua materna y que por eso Madrid, centro geopolítico de la misma, es el lugar ideal para mostrarla por primera vez, más aún si lo hace bajo la dirección de Natalia Menéndez.

Argentina, 2 de abril de 1982, la Junta Militar de Gobierno ordena la conquista de las Islas Malvinas, administradas por el Reino Unido. Así comienza una guerra que durante diez semanas dejaría más de 600 muertos, la derrota del país sudamericano y finalmente la caída de su dictadura. Cuatro años más tarde, en el Mundial de fútbol de México, Maradona marcaría dos goles al equipo británico que serían interpretados en el imaginario popular como una revancha simbólica. Ambientada en aquel contexto de exaltación patriótica y miedo, El salto de Darwin narra el viaje de una familia hacia los glaciares de la Tierra de Fuego para esparcir las cenizas de uno de sus miembros, fallecido en la contienda.

Explica Sergio Blanco que existen dos tipos de personas a las que les gustan las road movies: las que comparten el impulso de huir y las que tienen el sueño de poder regresar. Para satisfacer a ambos, a lo largo de este siniestro, conmovedor y disparatado viaje todos los personajes -excepto Kassandra- experimenten los dos estados, es decir la fuga hacia la tierra prometida y el reencuentro espiritual con el hijo, el hermano o el amigo desaparecido. Más que hablar de la guerra en concreto o de la violencia en general, El salto de Darwin es una metáfora del duelo, de todas las fases por las que pasamos cuando perdemos a un ser querido: la incredulidad, la ira, la frustración y finalmente la paz.

Siempre son muchas las conversaciones que quedaron pendientes y con la muerte surge la necesidad -hasta entonces ignorada- de recuperar al fallecido juntando todas las personas que han sido importantes en su existencia, como si fueran las piezas desperdigadas de un puzle que nos devolverá una imagen definitiva. La decepción llega cuando vemos que no encajan, que carecemos de explicaciones univocas. A lo mejor se deba a esto la superposición de tramas -sólo esbozadas la mayor parte de las veces- que conforman El salto de Darwin, un texto que pretender ser muchas obras al mismo tiempo y que de la comedia al drama, pasa por momentos que nos hacen pensar en el teatro del absurdo o el cine de terror. Se trata de un espectáculo hecho a retazos, con impresiones superpuestas sobre algunos temas fundamentales que nos conciernen: la muerte, pero también el tiempo, el amor o el deseo.

El personaje de Kassandra, maravillosamente interpretada por Cecilia Freire, es como una alucinación en medio del viaje, el espectro que representa aquello que más amamos y que tanto tiene en común con lo que más tememos. Es esta mujer trans la que introduce la fantasía y canaliza el dolor, la que transforma a todos los personajes y les conduce a lo sagrado. Me hizo pensar en el visitante de Teorema, la novela y película de Pasolini, pero también podría ser la chamana, la bruja o la jisra hindú -de sexo no binario-, en cualquier caso es un espejismo más de los que aparecen y desaparecen en muchas de sus obras, como si un río subterráneo conectara El salto de Darwin con textos posteriores como Ostia (2015), sobre la muerte del citado escritor y cineasta italiano, o anteriores, como el monólogo Kassandra (2008).

El salto de Darwin. Grupo. © Esmeralda Martín

Y ahondando más en los clásicos algunas palabras de la madre evocan un tópico clásico de la literatura universal: la incomprensión de ver muerto a quién has dado la vida. «Los vi nacer. Menudos, desarmados. / Pero en su carne yo leía: muerte», dice la poeta Ángela Figuera Aymerich en Belleza cruel, y eso parece también subrayarnos el personaje interpretado por Goizalde Núñez. Mientras, el aparte escénico sobre la Teoría de la Evolución de Darwin que interpreta Juan Blanco, el novio, sugiere una idea de la piedad humana y en especial de la piedad femenina como origen de la civilización frente a la naturaleza, de la moral frente a la barbarie, del salto de la humaidad frente a las demás especies. Cabe referirse también a Olalla Hernández, la hija que hace de narradora, a Jorge Usón, arquetipo de la masculinidad aparentemente más convencional del padre, y a Teo Lucadamo, que pulula como una sombra por el escenario y canta algún tema musical de los 80 en directo.

No es la primera vez que Natalia Menéndez, directora del Teatro Español desde hace un año, monta una obra de Sergio Blanco, galardonado con el Premio Nacional de Dramaturgia de Uruguay o con el Premio Internacional Casa de las Américas entre otros. En 2017 trajo al Pavón Teatro Kamikaze su autoficción Tebas Land, inspirada en el legendario mito de Edipo. Fue entonces cuando descubrió El salto de Darwin, escrita en 2011 y que aparecía mencionado en el texto -ese río subterráneo que conecta las obras del autor-. Desde hace tres años ha querido llevarla a escena y ahora ha llegado el momento gracias a esta coproducción del Teatro Español y la compañía Entrecajas en colaboración con el Festival de Otoño, que con este título llega a su fin. Podrá verse hasta el 17 de enero.

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