Convertida en un laberinto, la Sala Alcalá 31 acoge la mayor exposición antológica hasta la fecha del artista Guillermo Pérez Villalta, probablemente el miembro más conocido de la Nueva Figuración Madrileña, junto a Carlos Alcolea y Sigfrido Martín Begué. Su nombre se asocia también al de La Movida, en la que coincidió con Alaska y Pedro Almodóvar, que en un dédalo de referencias, lo cita e incluye de manera obsesiva en sus películas. La muestra, que ha comisariado Oscar Alonso Molina, podrá verse hasta el 25 de abril.
Como si fuera Dédalo o Teseo, me pierdo por el antiguo Banco Mercantil, uno de los últimos edificios construidos por Antonio Palacios, en busca del Minotauro, es decir del misterio que encierran las obras de Guillermo Pérez Villalta. Se han levantado paredes y se han abierto hornacinas para crear un laberinto, similar a los que encontramos en los cuadros del artista, que a través de esta exposición han tomado cuerpo y se han hecho realidad. Por milagros como éste, similares al de la transubstanciación de la sangre, los pintores de la Nueva Figuración Madrileña recibieron el nombre de esquizos, al no querer discernir claramente la realidad de la ficción, ni la verdad del mito. Bebieron simultáneamente de los maestros del Museo del Prado y del pop británico, David Hockney, Richard Hamilton o Ronadl Kitaj entre otros, y desde la capital de un estado en plena Transición propusieron una alternativa estética, tanto al arte abstracto como al conceptual, que era fruto de un incipiente postmodernismo. Puede que no haya habido una corriente tan refrescante desde entonces, me pregunto.
Guillermo Pérez Villalta venía de Tarifa, tenía formación de arquitecto y un profundo conocimiento de los clásicos, que con los años han tomado cada vez mayor protagonismo en sus lienzos. Fascinó a los críticos y poetas del Madrid de finales de la década de 1970, con sus perspectivas abatidas y sus ciudades ideales, que tanto recordaban a las del Quattrocento italiano, el de Piero della Francesca y Andrea Mantegna. Esta comparación, no carente de cierta ironía, le llevó a identificarse con el artista total del Renacimiento, que era pintor, arquitecto y tratadista a la vez. Él prefiere presentarse como artífice, con escenografías, vestuarios, muebles y edificios en su haber. Sin embargo, lo que le hizo especialmente conocido fueron sus cuadros, en los que actualizaba el universo silencioso de los metafísicos italianos, Carlo Carrà y De Chirico, al introducir en tanta contención el simbolismo de Salvador Dalí, gracias a una sensualidad morbosa, o de René Magritte, con sutiles metáforas visuales.
Hay artistas que evolucionan con el tiempo, pero Guillermo Pérez Villalta ha permanecido fiel a sí mismo. Para quién viene de muy lejos (como diría Pier Paolo Pasolini «vengo de las ruinas»), ni más ni menos que de las Torres de Hércules, de la antigua Gadir o de las viejas medinas de Al Ándalus, visibles en columnatas, celosías y azulejos, el presente pasará pronto y no merece la pena cambiar. Aunque los cuadros de los años 70 mostraban el fragor de las noches madrileñas, como el conocido Personajes a la salida de un concierto de Rock del Museo Reina Sofía, que no está presente en la exposición, y cada vez sus imágenes se han hecho más íntimas, su universo sigue siendo el de antes, aunque lo contemplamos a través de distintos ángulos y ventanas. A veces aparece su alter ego, un hombre barbado y desnudo, y otros hombres como atlantes y centauros, en escenas que sugieren ritos de iniciación, cultos mistéricos o amores prohibidos. Tal vez los de ese Madrid que ya no existe y al que Ana Rossetti, también gaditana, puso palabras hermosísimas, como estas de su poema A la puerta del Cabaret: «y ninguna invención que trajeron los días / mejoró a aquel fugaz momento». Todavía queda mes y medio para perderse y evocar los años 70, La Movida o la antigüedad clásica, cada uno elige su propia aventura en el laberinto de Guillermo Pérez Villalta.