Si sus paredes hablasen nos contarían grandes secretos. La historia de nuestra ciudad se ha escrito sobre los manteles de restaurantes como Lhardy, representante de la más alta gastronomía madrileña que vive ahora una segunda juventud. ¡Crucemos sus puertas!

Ya lo dijo Azorín: “No se puede concebir Madrid sin Lhardy”. Mucho antes de que dejara escritas estas palabras para la posteridad el que es uno de los restaurantes emblema de nuestra ciudad ya existía. Abrió sus puertas en 1839 en el mismo lugar, la céntrica carrera de San Jerónimo, donde aún hoy podemos contemplar su preciosa fachada, construida con madera de caoba procedente de Cuba. Su fundador fue Emilio Huguenin, nacido en Montbéliard, de padres suizos, reportero en Bésançon y cocinero en París, con establecimiento propio en Burdeos. Un lugar donde coincidían a diario los partidarios de José Bonaparte con sus antiguos adversarios los liberales, perseguidos por Fernando VII. Tras la muerte del monarca, Emilio se estableció en Madrid. Para su restaurante eligió el nombre de Lhardy, influenciado seguramente por el Café Hardy de la capital francesa.

De la decoración de Lhardy se ocupó todo un experto, Rafael Guerrero, padre de la actriz María Guerrero. De su imaginación nacieron la tienda, con sus dos mostradores enfrentados y el espejo al fondo, y los comedores, conocidos como Salón Isabelino, Salón Blanco y Salón Japonés, que aún conservan los revestimientos de papel pintado de la época y las chimeneas, guarniciones y ornatos citados en obras de autores como Galdós.

En 1885 se instauraron las famosas cenas que nadie se quería perder. El diner Lhardy era exquisito, con filetes de lenguado a la Orly, jamoncitos de pato, pavipollo a los berros y otras delicias que causaban sensación entre los más fieles. Cuando murió Emilio Lhardy, al frente del negocio continuó su hijo Agustín, pintor y grabador, algunos de cuyos cuadros decoran los tres salones que se abrieron después, cuyos nombres recuerdan a los músicos Sarasate, Gayarre y Tamberlick, habituales contertulios del romántico restaurante. No han sido los únicos. En sus mesas se han vivido romances secretos y trazado toda suerte de conspiraciones que terminaron con el derrocamiento de políticos y reyes.

Lhardy ha sabido conservar el ambiente cortesano y aristocrático del Madrid del siglo XX. El precio fijo, las minutas por escrito o las mesas separadas fueron normas incorporadas por el fundador, que estaría orgulloso de la segunda vida que otra empresa centenaria, Pescaderías Coruñesas, ha dado al restaurante, tras adquirirlo cuando se encontraba en uno de sus peores momentos.

El director es ahora Pascual Fernández Copé, encargado también de mantener viva la historia de un lugar único, el primero en permitir que las mujeres entraran solas y el primero también en implantar el autoservicio, gracias a su samovar, siempre con consomé caliente. En su carta coinciden ahora algunos platos míticos, como los callos, el solomillo Wellington, o el famosísimo cocido, con otros nuevos como la lubina Bellavista.

En la parte dulce, el chef del cacao, Ricardo Vélez, alma mater de Moulin Chocolat, vuelve al restaurante donde comenzó como pastelero hace veinte años. A los postres con más historia, como el suflé, se suman nuevas tentaciones y caprichos, que pueden comprarse en la tienda, que ha sido reformada. Croissants, kouign-amanns, brioches, panettones, macarons, trufas y éclairs se suman a la propuesta de Lhardy, todo un icono de Madrid.

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