Vista de las magníficas ruinas de la antigua ciudad de Pesto, 1837. Isidro González Velázquez. Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

Como parte de la programación cultural de la Presidencia española del Consejo de la Unión Europea, la Biblioteca Nacional presenta hasta el 21 de enero la exposición Palabras de Viajeros. Comisariada por el escritor Paolo D’Alessandro, la muestra nos permite recorrer Italia tras los pasos de los arquitectos, pintores y literatos españoles que entre mediados del siglo XVIII hasta finales del XIX redescubrieron la antigüedad clásica en Roma, Pompeya o Paestum. Junto a obras de José de Hermosilla, Juan de Villanueva, Leandro Fernández Moratín, Emilia Pardo Bazán, Valentín Carderera o Mariano Fortuny, también se exhiben mapas de caminos, guías de viajes y vedute, los primeros souvenirs que compraban los forasteros para recordar sus días de formación y placer en el denominado Grand Tour.

Mucho antes de la invención del turismo, fueron las academias de bellas artes las que empezaron a enviar como pensionados a sus estudiantes, para que conocieran de primera mano las ruinas del pasado glorioso de Italia. En un viaje que podía hacerse bordeando la costa del Mediterráneo o en barco, la mayoría de los españoles visitaban también Milán, Parma, Boloña y Florencia, donde además se medían con los maestros del Renacimiento y el Barroco. Roma solía ser casi siempre el destino final y el lugar donde más tiempo se quedaban. Cuando empezaron las excavaciones en Herculano y Pompeya, en 1738 y 1748 respectivamente, la Campania se convirtió en otro importante punto de peregrinación. Carlos I de Nápoles —futuro Carlos III de España— se interesó mucho por estos yacimientos, que alimentaron la fascinación del Siglo de las Luces por la cultura grecorromana. Después del periodo revolucionario, Italia inició el camino hacia su unificación nacional, y entonces los pintores —Fortuny, Rico, Lucas Velázquez— añadieron a su itinerario la etapa de Venecia, donde confluían el gótico y Bizancio.

Paolo D’Alessandro comienza la exposición hablándonos de los arquitectos. En su largo inventario de nombres no podían faltan los de José de Hermosilla, que compuso allí su tratado Arquitectura civil, o Juan de Villanueva, que inspirado en los templos de Roma haría más tarde el Observatorio Astronómico de Madrid y el Museo del Prado. De Isidro González Velázquez son unas aguadas en tinta china que muestran el alzado y la sección de distintos edificios bajo una mirada casi radiográfica, al mismo tiempo que reflejan con viveza la imagen real de esos campos de ruinas. En las mismas salas podemos ver las estampas de Piranesi, que en sus grabados reconstruyó un pasado con rasgos propios del futuro. Libros como Le antichità romane, presente en una vitrina, fueron —y siguen siendo— fuente de inspiración para los arquitectos de toda Europa.

Veduta. Templo de Vesta. Anónima.

Arquitectos y artistas —entonces no estaba claramente delimitada la diferencia entre ambas disciplinas— se dan el relevo en estas salas. Abundan en la exposición los dibujos de esculturas y modelos desnudos —las llamadas academias, que a imitación de los ejemplos antiguos, se permitían ser muy atrevidas— y también los cuadernos de notas, las cartas y los diarios. A veces son apuntes cogidos al natural, la narración de una jornada en el campo o la semblanza de algún personaje célebre que conocieran en sociedad cosmopolita de Roma. Sorprenden por su preciosismo documental los dibujos de Valentín Carderera, figura clave del romanticismo español que vivió casi nueve años en Italia. Todo parece indicar que se enamoró de la princesa Doria, como sugieren las reliquias personales que con cariño conservó de ella hasta su muerte y que también pueden verse en la muestra junto al retrato que él mismo hizo de la joven.

La historia del amor platónico de Carderera no es la única anécdota simpática evocada en la exposición. Los escritores nos han dejado un puñado de ellas. En una carta dirigida a Carlos González de Posada, Gaspar Melchor de Jovellanos se lamentaba del derroche que suponía viajar y no escribir nada, observar y no apuntarlo. Porque a Italia, hasta bien entrado el siglo XX, se iba con una misión: aprender de los antiguos y aprender el arte de vivir. Pero a veces la cruda realidad se cruzaba con la búsqueda del ideal. Por ejemplo, a Leandro Fernández Moratín le robaron el equipaje, es decir un cofre en el que además de sus vestimentas y enseres transportaba buena parte de sus notas. Como cuenta en sus diarios, fue una catástrofe que le dejó consternado. Entonces no existía la nube y durante unas horas creyó perdidos para siempre varios meses de trabajo. Por suerte sus bienes aparecieron más tarde.

De Moratín son también unos curiosos dibujos con los personajes de la Comedia del arte, que junto a las acuarelas de Venecia realizadas por Eugenio Lucas Velázquez son uno de las mayores sorpresas de la exposición. Entre los autores más ilustres, también destacan los nombres de viajeros o viajadores —si nos referimos a quiénes se desplazan para empaparse de sabiduría— menos conocidos para el gran público, como Juan Andrés y Morell o José de Viera y Clavijo, y los de coleccionistas y mecenas, como el influyente embajador español en Roma José Nicolás de Azara o el XIV duque de Alba, Carlos Miguel Fitz-James Stuart.

A Paolo D’Alessandro le han acompañado en este viaje los investigadores Jorge García SánchezJosé María Lanzarote, en calidad de asesores científicos, y el artista Ignacio Goitia, con un montaje que no deja a nadie indiferente. Palabras de Viajeros puede verse en la Biblioteca Nacional hasta el 21 de enero.

Calle de Venecia. 1900. Mariano Fortuny y Madrazo. Y Vista desde el interior de una góndola. 1868. Eugenio Lucas Velázquez. Biblioteca Nacional de España.

 

 

Tags: , ,
 
Arriba