A partir del 27 de abril y hasta el 2 de septiembre, el Museo Reina Sofía acoge una súper exposición sobre Salvador Dalí. Por este motivo me han pedido que escriba un post que cuente las peripecias del genio excéntrico y concéntrico, como le gustaba definirse a sí mismo, por los madriles, donde vivió entre 1922 y 1926.
Primero pensaba enumerar uno por uno los lugares que deberían visitarse para conocer el Madrid más daliniano, pero esta lista es interminable. Así que empezaré por el final. Corría el año 1986 cuando el Monumento a Newton tomaba por fin la plaza de Salvador Dalí, junto al Palacio de Deportes. Dado su estado de gravedad, el artista no pudo asistir a la inauguración, pero mandó un telegrama de agradecimiento que terminaba con un “¡Vivan los madrileños!”. Meses antes, el alcalde Enrique Tierno Galván había visitado al artista en Torre Galatea y se entendieron tan bien que volvió a Madrid con dos regalos: un bastón que habría pertenecido a Victor Hugo y el monumento que estrenábamos, diseñado bajo la supervisión y según los bocetos de Dalí. Los periódicos de la época destacan que hablaron de Ramón Gómez de la Serna, de su tertulia del Café del Pombo, y de Federico García Lorca. Habían pasado 60 años desde que Dalí dejó la ciudad, pero aún recordaba aquellos años veinte (los locos años veinte) que pasó en Madrid.
Esta historia comienza en 1921 cuando, acompañado por su hermana y su padre, a medias convencido por el profesor Núñez del talento su hijo, el artista llega a Madrid para hacer el examen de ingreso en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando. Pese a no cumplir las dimensiones reglamentarias, su dibujo es tan perfecto que el jurado lo aprueba. A partir de aquí son todo desencuentros entre la férrea disciplina académica de la escuela y la osadía de un joven que está al tanto de la vanguardia. Años después escribiría en Diario de un genio: “Ya a los veinte años aposté a que me alzaría con el gran premio de pintura de la Academia Real de Madrid con un cuadro que yo pintaría sin que mi pincel tocara en ningún momento la tela. Por supuesto, me llevé el premio. El cuadro representaba a una joven desnuda y virgen. Me coloqué a más de un metro de distancia del caballete y arrojaba los colores para que salpicaran la tela. Cosa inaudita, no tuve que lamentar ni una sola mancha. Cada salpicadura resultó inmaculada”. Por lo visto, de la escuela sólo le interesaban las enseñanzas de un profesor que asistía a las clases con levita y una perla negra en la corbata y que corregía las obras de sus alumnos con guantes blancos para no mancharse.
Durante estos años Dalí vive en la Residencia de Estudiantes, que entonces alojaba a hijos de familias acomodadas que querían estudiar en Madrid. Allí coincide con Luis Buñuel, Federico García Lorca o Pepín Bello, quienes le describen como un joven tímido y reservado al que apodan como “el polaco”. Con ellos disfrutaría de las noches de jazz en el Rector’s Club del Hotel Palace. En La vida secreta, Salvador Dalí se descibe a sí mismo durante estos años: “Tenía el aspecto de un actor disfrazado con mi bastón de empuñadura de oro, mi chaqueta de terciopelo, mis cabellos como los de una mujer y las patillas que me cubrían la mitad de las mejillas”…”me horrorizaban los pantalones largos y decidí llevarlos cortos con calcetines y, a veces, polainas. Una capa impermeable que llegaba casi al suelo, me protegía en los días de lluvia. Hoy me doy cuenta de que este atuendo resultaba fantástico. La gente no se privaba de comentarlo en mi presencia y, cada vez que entraba o salía de mi habitación, los curiosos se juntaban para verme pasar orgulloso con la cabeza bien alta”. Hoy la Residencia de Estudiantes es un interesante espacio cultural dedicado a divulgar la cultura de los primeros treinta años del siglo XX, conocidos como Edad de Plata, y ofrece becas de alojamiento a jóvenes investigadores, artistas y poetas.
En Madrid, Dalí practica los estilos puntillista, cubista y divisionista, y propone un concepto clave para su generación, “lo putrefacto”, con el que se refiere a lo pretencioso, sensiblero y grandilocuente. Todavía no había conocido el surrealismo y sus obras estaban fuertemente influenciadas por Juan Gris, Rafael Barradas o Giorgio di Chirico. Autoretrato cubista (1923), del Museo Reina Sofía, o Pierrot con guitarra, de la Colección Thyssen-Bornemisza, son obras muy representativas de esta época. Sin embargo, el museo más daliniano de Madrid no conserva ninguna obra suya. Para comprender a este genio excéntrico y concéntrico es necesario dirigirse al Museo del Prado. Dalí, surrealista, radical, precursor del pop y de la performance, a quien tanto le gustaba salir en la tele y en la publicidad, en verdad aspiraba a convertirse en un clásico. Gran conocedor de la pintura renacentista y barroca, en sus obras encontramos numerosos guiños y referencias a Rafael, Zurbarán o Vermeer. Una vez tras enseñar el museo a su amigo el escritor Jean Cocteau, los periodistas les preguntaron qué obra salvarían en el caso de que la pinacoteca se incendiase. Cocteau, a modo de provocación, dijo que el fuego. Dalí, que admiraba profundamente a Velazquez, eligió el aire de la pintura y, especialmente, el aire contenido en Las Meninas.