El año pasado el Museo del Prado adquirió, gracias a los fondos del legado de Clara Sánchez, un cuadro de María Blanchard titulado La boloñesa, que muestra a una de las mariscadoras del Paso de Calais, en el Canal de la Mancha. De esta manera la pinacoteca rompía el techo cronológico de su colección, que hasta entonces se había fijado en 1881, año del nacimiento de Pablo Picasso. La obra de la artista santanderina es posterior a su fase cubista. Después de que sus bodegones se confundieran durante una época con los de su querido amigo Juan Gris, la pintora desarrolló un estilo muy personal, del que este lienzo es un buen ejemplo: figuras rotundas de aire melancólico.
Sin embargo, como nos explicaba la profesora de artes plásticas del bachillerato en nuestras visitas mensuales al museo, las vanguardias siempre han estado latentes en muchas de las salas del Prado. Si a los dieciséis años me resultaba fascinante oírla explicar las razones por las que una obra se adelantaba varios siglos a la modernidad, ahora cuando paseo por ARCO, que se celebra estos días en Madrid, pienso en ella y en su extraordinaria manera de mirar los cuadros. Se llamaba Covadonga García Bueno. Como hace muchísimos años que no la veo, sirva de homenaje este texto, que recorre cuatrocientos años de historia en busca del origen del impresionismo, el expresionismo, el surrealismo, la abstracción y el conceptual.
Vistas del jardín de Villa Medici, c.1639. Velázquez, el impresionismo.
Entre 1629 y 1631, Velázquez estuvo viviendo en Roma gracias a la protección del rey Felipe IV, que consideraba imprescindible que su pintor de cámara se formase en el gusto italiano. En Italia descubrió la obra de Rafael, Miguel Ángel, Guercino, Lorena o Bernini, e incluso conoció a Ribera, el Spagnoletto. Después de esta experiencia su estilo cambiaría considerablemente. Dio protagonismo a los desnudos inspirados en la estatuaria antigua y su paleta se llenó de bermellones, verdes y azules. Pero también, en el jardín de Villa Medici, pintó dos cuadros al margen de todas las influencias. Tal vez los hizo en un momento de descanso, sin la pretensión de que algún día se colgaran en la pared. Tienen un aspecto abocetado, como si fueran los apuntes que se toman en una libreta de dibujo. Se ha dicho que incluso podría haberlos pintado al aire libre -algo inusual en el siglo XVII- y que con ellos Velázquez se adelantaba tres siglos a la técnica conocida como plenairismo, iniciada en Francia por los artistas de la Escuela de Barbizon. Lo que probablemente nunca se imaginó, es que cuando en 1865 Manet visitase el Museo del Prado, el mismo iba a convertirse en una referencia para los impresionistas, del mismo modo que los maestros italianos lo habían sido para él. En estos dos pequeños paisajes de pinceladas sueltas y vibrantes está ya todo Monet, Pissarro, Sisley o Renoir.
Una fábula, 1580. El Greco, el expresionismo.
Es probable que esta pequeña pintura de El Greco haga referencia a otra del griego Antifilo, desaparecida y citada por Plinio el Viejo en su Historia Natural, en la que se refiere a la belleza del fuego y a la dificultad de su representación. En cualquier caso, este lienzo podría ser un resumen del característico estilo del cretense. El foco de luz emana de un ascua que un niño sostiene entre sus dedos. A su lado le acompañan un mono con un gesto humano y un hombre con gesto animal. Los colores ácidos e irreales, las pinceladas densas, la confusión de las texturas -los paños que parecen rocas, las rocas que parecen nubes- o la viveza de cada objeto, como si estuviesen agitados desde su interior, hacen de El Greco un claro precedente de las distintas corrientes expresionistas. Picasso, que descubrió su obra en las mismas salas del Prado, se convirtió en su mejor heredero durante la época azul; los pintores de Die Blaue Reiter (Kandinsky, Kee, Macke…) le consideraban un precursor; el cineasta ruso Sergei Eisenstein, autor de El Acorazado Potemkin, le dedicó un ensayo maravilloso, y Jackson Pollock le consideraba uno de los artistas que más le habían influido.
Perro semihundido, 1819-1823. Goya, la abstracción.
Mucho antes que Picasso, Goya fue quemando etapas en una intensa trayectoria personal hacia la culminación artística. A lo largo de ochenta años agotó todos los caminos de la pintura. Empezó siendo un heredero barroco, admirador de Rembrandt y Velázquez; con los cartones para tapiz se acercó a los rococó franceses; gracias a Los fusilamientos del 3 de mayo en Madrid tal vez se convirtiera en el primer romántico, al percatarse de que los héroes encarnan a las naciones enteras; en sus series de grabados, como Los caprichos o Los desastres de la guerra, se adentró en los sueños, tal y como más tarde harían los simbolistas; también creo el retrato psicológico y con la Lechera de Burdeos, uno de sus últimos cuadros, le pisa los talones a Manet y se sitúa en un arte más preocupado por reflejar las sensaciones que por copiar la realidad. Es el Perro semihundido, uno de las pinturas murales que decoraban la Quinta del sordo, su obra más audaz. Tan atrevido y revolucionario que, en muchas ocasiones, al igual que el resto de pinturas negras, se ha considerado falso. Goya lo pintó sin ánimo de lucro, para que le acompañara como las vistas que tenía desde su casa a la vega del Manzanares. Durante décadas se ignoraron y 1878 el empresario Émile d’Erlanger las presentó en la Exposición Universal de París, para donarlas en 1881 -el mismo año que nació Picasso- al Museo del Prado. La cabeza del perro (un hocico, una oreja, un ojo) es el único elemento figurativo, casi irreconocible. Todo lo demás (la arena, el aire, el cielo) forma una abstracción que podría recordarnos a las de Mark Rothko, Tàpies o Millares.
La extracción de la piedra de la locura, 1494. El Bosco, el surrealismo.
El Bosco fue surrealista antes del surrealismo, o al menos eso es lo que pensaba André Bretón, pope de un movimiento que colocó las pulsiones inconscientes en el centro del arte. Del grupo, los españoles Salvador Dalí y Luis Buñuel descubrieron en la década de 1920, cuando vivían en la Residencia de Estudiantes de Madrid, El jardín de las delicias, El carro del heno, Las tentaciones de San Antonio Abad, La mesa de los pecados capitales y La extracción de la piedra de la locura, el extraordinario conjunto de tablas del pintor flamenco que conserva el Prado y que Felipe II había coleccionado de manera obsesiva. Los investigadores no se ponen de acuerdo a cerca de lo que realmente querían decir estos cuadros. Algunas escenas parecen hacer alusión a los bestiarios, leyendas y supersticiones medievales, otras son burlas del poder eclesiástico, la autoridad imperial y la burguesía. En la obra que hemos elegido se alude a un proverbio holandés, escrito en letras góticas en torno al óculo, que dice: “Maestro, extráigame la piedra, mi nombre es Lubber Das”, un personaje popular que representa la estulticia. Aunque no se trata de la única representación de este tema en la pintura del siglo XVI, sin duda es la imagen más elocuente: el embudo que corona al cirujano, la mujer reclinada con un libro en la cabeza. ¿Quién está más loco?
Agnus Dei, 1640. Zurbarán, el conceptual.
De todos los grandes maestros del Siglo de Oro, Zurbarán es sin duda el más español. Ante sus cuadros observamos que no se preocupó demasiado ni por el domino de la perspectiva ni por el estudio de la anatomía, cuestiones fundamentales en los talleres italianos. El pintor de monjes y mártires daba más importancia a la captación física de las texturas, los volúmenes y la luz, que a los preceptos teóricos de los tratados de arte. Como si tuviera dos grandes lupas en los ojos miraba la esencia de las cosas, que en sus cuadros alcanzan tal elevación espiritual que parecen ser las cosas reales, las cosas en sí, y a la vez símbolo de lo inmaterial. Por esto Zurbarán ha sido reivindicado sucesivamente a lo largo del siglo XX. Sus bodegones son una suerte de piezas conceptuales que siempre dicen más de lo que parecen. Agnus Dei es el cordero místico, pero también un cordero sin más, uno de tantos, casi como si fuera simultáneamente una alusión velada a Santa Teresa de Jesús, “Dios está entre los pucheros”, y una precedente del “Esto no es una pipa” de Magritte.
Ahora, con los ojos bien abiertos, sigo mi paseo por Arco, la feria de arte contemporáneo de Madrid en busca de los maestros de arte contemporáneo.