Del mismo modo que la rivalidad de los escritores es un mito repetido una y mil veces a lo largo de la historia de la literatura –pongamos por ejemplo los casos de Quevedo y Góngora o de Faulkner y Hemingway–, también es muy frecuente interpretar la amistad de los pintores como una razón de peso en la historia del arte. Y si bien es inevitable subrayar la relación de Picasso con Cocteau o de Van Gogh con Gauguin (tan grandes amigos que se sacaban de quicio), también es pertinente señalar que estas amistades no siempre se tradujeron en un fructífero intercambio creativo. La sala Recoletos de la Fundación Mapfre trae una excelente selección de obras de Derain, Balthus y Giacometti para hablarnos de lo que tuvieron en común y de lo que diferenciaba a los integrantes de esta cuadrilla.
Desde hace unos años se viene reivindicando el enorme papel que André Derain tuvo como bisagra entre los artistas que emergieron antes de la Primera Guerra Mundial y los que emergieron después. La exposición comienza con un bodegón del artista francés que, según nos explican los comisarios de la exposición, impresionó poderosamente a un jovencísimo Giacometti al encontrarlo por azar en una galería de París. Después de la experiencia fauve del maestro, las formas puras y la limpieza compositiva de esta obra anunciaban lo que más tarde los historiadores y críticos de arte llamarían “la vuelta al orden”, es decir el abandono de los postulados vanguardistas. Sin embargo Giacometti sería siempre un moderno, primero en primera fila del surrealismo y luego como uno de los más conocidos escultores de las décadas de 1940 y 1950.
Por su parte la influencia que Derain ejerció en Balthus era de otra índole. A los dos les unía la obsesión por la pintura renacentista y los cuerpos sólidos y opacos. La principal diferencia era que a Balthasar Kłossowski de Rola –él mismo decidió firmar como Balthus–, no tuvo que hacer el ejercicio de vuelta, porque siempre había estado en el lado del clasicismo. Pero permanecer inamovible al lado del clasicismo es a veces lo más provocador. Todavía hoy causa polémica el erotismo que subyace en cuadros como Los días felices, que puede verse estos días en la Sala Recoletos de la Fundación Mapfre y que muestra a una jovencita mirándose en un espejo con las piernas entreabiertas mientras, a su lado, un hombre aviva el fuego con pasión. Hace poco una visitante exigió el Metropolitan Museum de Nueva York la retirada de una obra del artista debido a la posición sugestiva de una de sus adolescentes y desde hace décadas se vuelve a repetir aquello de que el propio pintor decía que nunca tuvo la intención de provocar.
La exposición repasa también la relación de cada uno de los artistas con el teatro. Los tres hicieron escenografías para producciones importantes, aunque tal vez las más sorprendente e innovadora fue la de Giacometti para Esperando a Godot de Beckett, que consistía en un árbol son hojas parecido a sus hombres de larguísimas extremidades. Por lo demás los vínculos que les unían eran fundamentalmente personales. Hay modelos que vemos pasar de una obra a otra como si fueran los escaparates de una misma cafetería. Y algunas fotos ampliadas de los tres amigos juntos.
Mi favorito es Balthus, pero las obras que han traído de Giacometti son también excepcionales. Es una exposición, en la Sala Recoletos de la Fundación Mapfre hasta el 6 de mayo, presenta a tres artistas muy poco representados en las colecciones españolas, así que nadie debería perdérsela.