Son muchos los estilos que conviven en una misma ciudad, pero el que se identifica por excelencia con Madrid es sin lugar a dudas el del arquitecto Antonio Palacios. No sólo porque fuera el autor del logotipo del metro, sino también porque sus edificios – todavía hoy se conservan más de treinta – reflejan el espíritu de una urbe que a principios de siglo aprendía a ser metrópoli.
Si se hiciera una estadística entre los madrileños para que eligieran su edificio favorito, estoy casi seguro de que ganaría el Palacio de Cibeles, bautizado con el nombre de Nuestra Señora de las Comunicaciones por el gracejo popular. Proyectado en 1904 como sede central para la distribución de correos, telégrafos y teléfonos, hoy aloja la alcaldía del Ayuntamiento de Madrid y el espacio cultural CentroCentro Cibeles. Se trata de una de las primeras obras de Antonio Palacios y Joaquín Otamendi, en aquel momento dos jóvenes arquitectos recién salidos de la facultad. Mientras sus fachadas, coronadas por torretas y pináculos, son una versión kitsch del estilo plateresco – caracterizado por la profusión de elementos decorativos provenientes tanto de la tradición medieval como renacentista – su interior se aproxima a la arquitectura moderna tanto por el uso del vidrio y del metal como por la original articulación del espacio, que cuanta con varios pasos elevados. A la espalda del edificio un monumental arco carpanel, interrumpido por dos columnas da acceso a la Galería de Cristales, un espacio remodelado por el equipo de arquitectos de Estudio Arquimática.
De esta primera época en colaboración con Joaquín Otamendi es también el Hospital de Maudes (Raimundo Fernández Villaverde,18), hoy Consejería de la Comunidad de Madrid, inaugurado en 1916. Su bosque de torretas y el trabajo de cantería recuerda al Palacio de Cibeles, pero la claridad compositiva de las fachadas me hace pensar más bien en una fuerte influencia de la secessión vienesa. Mientras la planta en cruz griega del edificio repite un esquema clásico y la bóveda calada de la iglesia imita a la del cimborrio de la Catedral de Burgos, el uso de los azulejos con la técnica del trencadís, a la manera de Gaudí, y la rotundidad de los volúmenes nos hablan de un arquitecto pendiente no sólo de la tradición, también de la arquitectura más innovadora de su tiempo. Porque aunque su apellido podría hacernos pensar lo contrario, Antonio Palacios no ha pasado a la historia de la arquitectura por ser el autor de las viviendas señoriales de la nobleza madrileña sino por proyectar a finales de los años diez del siglo pasado las primeras estaciones de metro, como la de Chamberí, que ha llegado intacta a nuestros días, o el primer edificio de oficinas de la ciudad, la Casa Palazuelo, cuya monumental escalera repetiría en varios edificios.
En 1926 aparece un nuevo icono en el skyline madrileño: el Círculo de Bellas Artes. Su torre se propone como un enorme faro de la cultura en el mismo corazón de la metrópoli, donde se encuentran las dos grandes arterias de circulación, la calle de Alcalá y la Gran Vía. Muy influenciado por la escuela de Chicago, que condicionaba la forma a la función del edificio, Antonio Palacios concibe cada planta como una pieza diferente, lo que se aprecia a través de distintos volúmenes desde el exterior. Además de una cafetería – conocida como la pecera debido a su gran ventanal –, cuenta con un teatro y salas de distinto tamaño para exposiciones y conferencias. Pero como suele suceder con las verdaderas obras de arte, la nueva sede del Círculo de Bellas Artes suscitó una enorme polémica entre los artistas de la época. A mí me encanta recordar que en 1934 Valle-Inclán pidió su derribo y, bajo el seudónimo de Isidoro Capdepón, Lorca escribió un soneto satírico al «autor del portentoso edificio del Círculo de Bellas Artes que tiene la admirable propiedad de mantenerse todo sobre una pequeña columna». (Dicha columna es la que se encuentra en la esquina de la calle de Alcalá con la de Marqués de Casa Riera).
Antonio Palacios supo crear un originalísimo lenguaje que se identificaba plenamente con la arquitectura histórica de Madrid al mismo tiempo que asimilaba las tendencias más vanguardistas de su tiempo. Su obra es el eslabón entre el eclecticismo historicista del siglo XIX y el art decó. Las líneas claras, las superficies lisas y los volúmenes sólidos de su estilo provienen tanto de la limpieza formal de Juan de Villanueva y Ventura Rodríguez como de la honestidad funcionalista de la arquitectura moderna. En 1945 concluía la última obra de Antonio Palacios en Madrid, el Banco Mercantil e Industrial – hoy sede de la sala de exposiciones Alcalá 31 –. Delante de este edificio, cuya fachada consiste únicamente en gran arco sostenido por pilastras de orden gigante, pienso en la ciudad maravillosa que tenía en mente Antonio Palacios, una especie de Gotham City con sabor clásico, monumental pero sin caer en el cliché o en el pastiche, sublime, segura de su dimensión universal.