Ha vuelto a Madrid la adaptación teatral de La plaza del Diamante, un montaje de Joan Ollé para el que Lolita Flores hace el papel más importante de su carrera como actriz.
Ayer celebré el Día internacional del teatro con la que para mí es sin duda una de las mejores propuestas de la cartelera madrileña en este momento. No sólo lo digo yo, se trata de una de esas obras en las que crítica y público se ponen de acuerdo: “Hay que verla”. El boca a boca ha convertido La plaza del Diamante en un título que noche tras noche llena el patio de butacas. Comenzó su andadura hace más de un año, con la temporada 2014- 2015, en la Sala Margarita Xirgu del Teatro Español, luego estuvo de gira por distintas ciudades españolas y ahora puede verse hasta el 17 de abril en el Teatro Bellas Artes.
Dado el éxito, me atrevo a decir sin miedo que este montaje de Joan Ollé pronto se convertirá en un clásico. Lo tiene todo para que esto suceda: la dirección, sobria y contundente, una actriz inspirada, ganadora en 2002 de un Premio Goya por Rencor, y un texto maravilloso, el de Mercè Rododera, autora de la novela homónima. La plaza del Diamante, obra cumbre de la literatura en catalán, es uno de los libros más sinceros que se han escrito sobre la experiencia de la Guerra Civil y la posguerra, entre otras razones porque lejos de la épica implícita en cualquier relato sobre un conflicto bélico, pone de relieve la intrahistoria, como diría Unamuno. A través de la mirada febril de Colometa, alguien que de pronto se encontró allí sin entender ni cómo ni por qué, se evoca todo lo que pasaba de puertas para dentro en las casas donde se quedaban solas las mujeres y los niños, lo más íntimo y lo más humano.
Y también estoy convencido de que Lolita Flores quedará vinculada a este personaje durante muchos años, tal y como Lola Herrera lo estuvo con Carmen Sotillo, la viuda de Cinco horas con Mario (otra novela, esta de Miguel Delibes, adaptada a la escena en forma de monólogo). Pocas veces he visto en el teatro una comunión tan profunda. A lo mejor sucede porque la actriz no interpreta, se transforma. Su metamorfosis es tan determinante, que una vez acabada la función tarda varios segundos en volver a ser ella misma, y mientras el público aplaude, Colometa se seca las lágrimas y mira hacia a algún lugar impreciso del escenario donde tal vez se encuentre La plaza del Diamante, ese rincón de Barcelona que se convierte en el sumidero por el que se cuela su vida, la de Lolita y la de todos de nosotros. ¡Hay que verla!