Con motivo del cuarto Centenario de la muerte de Cervantes y coincidiendo con el arranque de la 75 Feria del Libro, se ha organizado una edición especial en torno a la literatura del programa Madrid Otra Mirada (MOM) los días 3, 4 y 5 de junio.
Sería un disparate escribir la historia de la lengua española sin pasar por Madrid. Desde el teatro del Siglo de Oro, que nació en los ya desaparecidos corrales de comedias de la calle Príncipe, a las tertulias animadas por los intelectuales de la Edad de Plata en el Ateneo, el Círculo de Bellas Artes o el Café Gijón, esta ciudad ha sido y sigue siendo uno de los lugares en los que el español se transforma y regenera. También en Madrid tienen su principal sede dos de las más importantes instituciones que velan por el futuro del idioma: el Cervantes, encargado de darlo a conocer allá donde no se habla, y la Real Academia Española, que desde 1713 “limpia, fija y da esplendor” a nuestra lengua y que es, de entre todos los espacios que abren sus puertas gracias al MOM, el que he decidido visitar esta vez.
Diría que existen pocos lugares más enigmáticos para un escritor que la Real Academia Española, el paritorio en el que se confirma el nacimiento de cada nueva palabra que engorda el diccionario. El proceso es largo y dura, por supuesto, mucho más de nueve meses, porque las palabras nonatas, que tantas veces usamos sin darnos cuenta, pasan un riguroso examen precisamente en la Sala de plenos de esta ilustre casa. Aquí es donde los académicos discuten la ortografía y el significado de las voces que luego escribimos en textos como éste, para el que he consultado ya dos veces el Diccionario de la lengua española, que desde 1780 lleva 23 ediciones. Pero el dato más asombroso no es este: la Academia ha instalado una pantalla en la que pueden leerse en directo el número de consultas simultáneas que se hagan de la versión digital del DRAE, desde que países se hacen y que términos son los más buscados. ¡Las cifras son elevadísimas! Habría que estirar mucho el Salón de actos para que cupieran todos los usuarios que navegan al mismo tiempo por la web www.rae.es.
Aunque el origen de la Real Academia Española data de 1713, el actual edificio que la aloja se construyó a finales del siglo XIX, en unos terrenos cedidos por Alfonso XII para tal fin. El arquitecto, Miguel Aguado de la Sierra, proyectó una fachada monumental, un salón de actos con palco de madera y una escalera de mármol cuya barandilla se ha convertido en un símbolo de la institución: la forman unos girasoles que giran sobre su tallo y pueden colocarse mirando a quien la sube, lo que suele hacerse cuando se celebra un acto solemne, como la presentación de cada nueva edición del Diccionario de la lengua española, presidida siempre por el Rey. Sin embargo, los tesoros más valiosos están en sus bibliotecas. Tiene tres: la primera es la académica, de la que forman parte varias obras manuscritas, como las Etimologías de San Isidoro, las obras de Gonzalo de Berceo o el Libro del buen amor; la segunda es el legado Rodríguez Moñino, que incluye una importantísima colección de grabados, y la tercera es el legado de Dámaso Alonso, con material único para estudiar en profundidad la Generación del 27.
Entre todas estas joyas también se encuentra alguna curiosidad, como un fragmento de cráneo que, según decía la condesa Thora Darnel-Hamilton, era del mismísimo Cid Campeador y que Camilo José Cela junto a otros académicos regalaría en su 99 cumpleaños a Menéndez Pidal, gran especialista en la materia. Hoy nadie ha podido certificar que este hueso pertenezca a don Rodrigo Díaz de Vivar, pero la Academia lo tiene expuesto en una vitrina porque el español no sólo se forja con los grandes relatos literarios, sino también con anécdotas como ésta. ¿O no usamos el mismo idioma al recitar un poema de Góngora que al pedir la vez en el mercado? Por este motivo no se me ocurre un lugar más enigmático para un escritor que la Real Academia Española.