A pocos metros del Paseo del Prado y en lo alto del cerrillo de San Blas se encuentra el Real Observatorio de Madrid. Fue impulsado por el rey Carlos III, del que celebramos en este curso (2016-2017) el centenario de su nacimiento. Me sumo a una de las visitas guiadas que los viernes, sábados y domingos, a distintas horas del día y bajo inscripción previa, permiten conocer una de las instituciones científicas más antiguas de la ciudad. Se trata de un viaje fascinante al corazón mismo de la astronomía española.
Y no sólo me refiero al viaje en un sentido metafórico, porque fue debido a la insistencia del marino Jorge Juan, que había participado en una expedición de la Academia Francesa de la Ciencia para medir la forma de la tierra, por la que Carlos III aprobó un proyecto que finalmente vería la luz durante el reinado de su hijo. El rey, con dominios en las cuatro esquinas del globo y consciente de la importancia de los observatorios astronómicos para desarrollo de la navegación, quiso convertir Madrid en una corte ilustrada, en el que las ciencias tuvieran un lugar propio desde el que iluminar sus dominios. Juan de Villanueva, el mismo arquitecto al que se debe el pabellón del Real Jardín Botánico y el Gabinete de Historia Natural, actual sede del Museo del Prado, levantaría este observatorio astronómico con forma de templo antiguo.
Como se explica en los manuales más básicos de historia del arte, el edificio es la quintaesencia del neoclasicismo. El resumen perfecto de un estilo que aspiraba a la perfección: proporciones armoniosas, simetría trazada con compás, un equilibrio sutil entre dos formas geométricas puras: la esfera y el cubo. Juan de Villanueva fue el gran introductor de este nuevo lenguaje en la arquitectura española a finales del siglo XVIII y supo hacer en granito unos edificios tan finos y tan nobles que parecen de mármol.
Pero además de por su valor arquitectónico, merece la pena visitar el Real Observatorio de Madrid por su conjunto de instrumentos de medición, algunos de los cuales llevan allí desde la construcción del edificio. El proyecto alcanzó tanta importancia durante el reinado de Carlos IV que hacia 1795 se pidió al astrónomo William Herschel, astrónomo oficial del rey Jorge III de Inglaterra, un telescopio de 7,5 metros con un espejo 60 cm de diámetro. Si bien el espejo se conserva, el resto del aparato ardió durante la Guerra de la Independencia, pero el Instituto Geográfico Nacional encargó una reproducción para conmemorar los doscientos años del mismo. El Observatorio tiene también otros dos mucho, que aunque son más pequeños, fueron fabricados por el mismo Herschel. Además cuenta con varios astrolabios, un péndulo de Foucault -que refleja con su movimiento la rotación de la tierra- y la regla geodésica que sirvió para trazar el primer mapa topográfico de España.
Por el Real Observatorio, varado en una loma que se eleva exactamente a 656,8 m sobre el nivel del mar, pasa el meridiano de Madrid. Durante décadas y hasta 1973 la hora oficial de España se marcaba exactamente desde este lugar, que era algo así como el kilómetro del tiempo. Ahora sigue siendo un centro de trabajo para los vulcanólogos y astrónomos del Instituto Geográfico Nacional, dependiente del Ministerio de Fomento, y una de las visitas obligadas para todos los amantes de la ciencia y la cultura que vengan a Madrid.