De entre todas las regiones españolas La Mancha es sin duda la más evanescente. Como el río Guadina, que de vez en cuando se esconde bajo tierra y vuelve a salir airoso entre llanuras y humedales, la tierra de Don Quijote parece derretirse ante nuestros ojos como un espejismo o como esas figuras que desaparecen en la niebla. En 1905 Azorín hizo un viaje por la zona, siguiendo los pasos del ingenioso hidalgo. Publicó sus crónicas en El imparcial y ahora las lleva a escena Eduardo Vasco en el Teatro de la Abadía. La ruta de Don Quijote podrá verse hasta el 15 de octubre.

Mis compañeros de trabajo se ríen de mí porque les digo que soy simultáneamente de Madrid y Curazao, de donde es mi padre, de Castilla y La Rioja, donde viví cuatro años, y también de La Mancha, donde viví otros cuatro. Se ríen de mí pero lo cierto es que yo me siento muy manchego, me encantan sus pueblos de calles anchas y encaladas y los molinos solitarios que parecen hablar con el viento. Y también la comida: el pisto, las gachas, la pipirrana, las migas, los duelos y quebrantos…La Mancha es un espacio difícil de delimitar, incluso en el tiempo, porque a la vez que ofrece imágenes de siglos pasados, también es la tierra de visionarios muy particulares, como Francisco Nieva, Pedro Almodóvar, Cristina García Rodero o Miguel Fisac. Resulta tan difícil de encasillar que me encanta, igual que me encantan los sueños. La Mancha es ese «lugar de La Mancha» en la que cualquier historia es posible: puro material literario.

Por esto mismo cada uno ve en La Mancha lo que quiere, y lo que quiso ver Azorín es el símbolo vivo de una España profundamente acomplejada. Tal vez a muchos les agote este discurso ensimismado y poco útil, pero jamás deberíamos juzgar un texto de hace más de cien años desde la perspectiva del presente. Destaca la prosa elegante, limpia y muy bien articulada de Azorín, que da cabida a los esbozos rápidos y al humor, y sirve para retratar un paisaje en el que realidad y ficción se entremezclan. Mientras unos discuten si Alonso Quijano había pasado o no por el pueblo, otros debaten si Cervantes era gallego o de Alcalá de Henares. Hay aventuras, como el descenso a la sima de Montesinos, y muchos momentos en el que todo parece quedarse quieto y Azorín tiene tiempo para la reflexión y el ejercicio metaliterario.

Esta obra es un trabajo extraordinario de puesta en escena, en la que una serie de artículos periodísticos –escritos como un libro de viajes– se convierten en un espectáculo sutil y dinámico. El actor Arturo Querejeta, con una dicción preciosa, encarna a este Azorín que va tras las huellas de El Quijote, es decir tras las huellas de un personaje fantástico, de un ideal caballeresco elevado a la locura. Y esta locura parece contagiarlo todo en La Mancha de 1905. Sería maravilloso que Eduardo Vasco se animara a llevar al teatro la prosa de otros de nuestros grandes periodistas, como Manuel Chave Nogales o Julio Camba, pero por el momento podemos ver La ruta de Don Quijote en el Teatro de la Abadía hasta el 15 de octubre, dado que en 2017 se cumplen 50 años de la muerte de Azorín.

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