Hay que aplaudir el riesgo de Rafael Sánchez, director de la obra, Eberhard Petschinka, adaptador del texto, y José Luis Gómez, al frente del Teatro de la Abadía, por haber llevado a escena Tiempo de silencio, la innovadora novela de Luis Martín-Santos, que durante años formó parte de los planes de estudio de Literatura española en el bachillerato y que ahora cobra vida en Madrid hasta el 3 de junio.
«Hay ciudades tan descabaladas, tan faltas de sustancia histórica, tan traídas y llevadas por gobernantes arbitrarios, tan caprichosamente edificadas en desiertos, tan parcamente pobladas por una continuidad aprehensible de familias, tan lejanas de un mar o de un río, tan ostentosas en el reparto de su menguada pobreza, tan favorecidas por un cielo espléndido que hace olvidar casi todos sus defectos, (…) que no tienen catedral». Con este conocido pasaje en el que Luis Martín-Santos describe sin nombrarlo el Madrid de principios de los años 60 comienza la versión teatral de Tiempo de silencio. A partir de aquí, acompañados por una voz narradora estupefacta, corrosiva, irónica y taciturna, que sobre las tablas del escenario se turna y reparte entre los actores en un ejercicio polifónico hermosísimo, descendemos a los infiernos de la capital: las casas de huéspedes convertidas en pensiones de dudosa reputación, las barriadas chabolistas donde las costumbres relajadas podrían ser motivo de estudio de los antropólogos o los prostíbulos que abren sus puertas cada noche para que nadie se quede sin saciar su apetito. Tal vez esta no sea la mejor carta de presentación de Madrid, aunque huelga decir que no es el Madrid de hoy y que tal vez tampoco fuera exactamente el Madrid de entonces. Esta ciudad mitológica, marcada por su vida bohemia empobrecida y rancia y por el delirio febril de sus personajes de sainete, es la misma que retrata Valle-Inclán en Luces de Bohemia o Baroja en La Busca, y la misma que también puede leerse en numerosas obras de Cela y Umbral.
Tan imprescindible era llevar esta voz narradora al teatro –voz en la que se encuentra buena parte del interés literario de Tiempo de silencio–, como contar con un extraordinario plantel de actores que hicieran verosímil una prosa barroca que tontea tanto con la tradición como con la vanguardia. En la obra se mezclan y confunden diversos registros lingüísticos: del tono médico y científico se pasa a la jerga callejera, y de esta a su vez a la reflexión filosófica y ética. El reparto está encabezado por Sergio Adillo, que interpreta al personaje central, Don Pedro, un joven e ingenuo científico que sueña con ganar el Premio Nobel mientras permanece ajeno a todo lo que tiene que ver con la vida material y al que el resto de personajes manipulan como si fuera un títere, algo que el actor transmite con soltura a través del movimiento. Así le llevan de un sitio para otro su ayudante de laboratorio (Roberto Mori), su mejor amigo (Julio Cortazar), las mujeres del burdel y de la pensión (Lola Casamayor, Lidia Otón y Carmen Valverde) y El Muecas (Fernando Soto), que mientras tanto cría en una chabola la cepa de ratones que él ha malgastado.
Tiempo de silencio cierra el ciclo que esta temporada el Teatro de la Abadía ha hecho en torno a la Memoria Histórica, dentro del que han podido verse también Unamuno, venceréis pero no convenceréis y Azaña, una pasión española, a partir de los discursos, los poemas o los diarios de ambas personalidades. Aunque la impresionante novela de Luis Martín-Santos no es autobiográfica, al hilo de los títulos anteriores cabe destacar que además de hacer una profunda reflexión en torno a la situación y la autoestima del país en aquella década, tiene numerosas coincidencias con la vida del autor, que al igual que Don Pedro también fue médico y pasó por el CSIC.
Con la versión teatral de Tiempo de Silencio José Luis Gómez, académico de la lengua y director del Teatro de la Abadía, ha hecho realidad un proyecto que tenían en mente desde hacía años. Ahora puede verse en el Teatro de la Abadía hasta el 3 de junio.