La fiesta del Chivo. Juan Echanove, Mario Vargas Llosa y Carlos Saura. Foto de Sergio Parra.

Sólo a veces la cartelera nos ofrece la posibilidad de recuperar algunos de los títulos más taquilleros de las últimas temporadas, pero este verano estamos de enhorabuena porque comienza con el reestreno de dos obras que no sólo han sido muy bien acogidas por el público, sino que además tienen un gran valor literario. En el Teatro Infanta Isabel podremos ver, antes de que comience su gira por España, la adaptación que Carlos Saura y Natalio Grueso hicieron en 2019 de La fiesta del Chivo, la novela de Mario Vargas Llosa. Y en el Teatro Español volverá a conmovernos El beso, la enigmática obra del autor holandés Ger Thijs que ya pudo verse a finales del año pasado. Hasta el 11 de julio tenemos todavía tres semanas para disfrutar de ambas propuestas.

La fiesta del Chivo es una de las novelas más conocidas de Mario Vargas Llosa. Publicada en el año 2000, describe los delirios megalómanos y la crueldad del dictador Rafael Trujillo y la complicidad de las élites culturales y económicas de la República Dominicana en la consolidación de su régimen de terror. La crítica ha enmarcado este texto en el subgénero de la «novela de tirano», junto a títulos tan destacados como El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez o Yo el supremo de Roa Bastos. La prosa del último Premio Nobel de literatura en lengua española es reconocible por su transparencia y agudeza, que en esta ocasión sirve para incidir en el sadismo de un hombre que se equiparaba con Napoleón o Carlomagno y creía haber cambiado para siempre el destino del Caribe y de la humanidad. En esta historia, quién trata de arrojar luz sobre lo que había pasado es el personaje ficticio de Urania Cabral, hija de uno de sus colaboradores que, tras volver del exilio a su país, se pregunta cómo fue posible tanto horror y lo hace además desde una sensibilidad propia del feminismo de nuestro tiempo. ¡Atentos: el libro es de hace más de 20 años!

La fiesta del Chivo. Lucía Quintana. Foto de Sergio Parra.

La adaptación firmada por Natalio Grueso tiene el acierto de condensar la acción en los diálogos para sintetizar en hora y media las atmósferas que despliega con más detalle la novela, y lejos de ser un texto narrativo sobre las tablas del escenario -como sucede en tantas ocasiones-, es teatro de texto en el sentido más clásico. Ya en el año 2003 pudo verse otra versión teatral de La fiesta del Chivo en Nueva York, en la que según parece se abusaba de cierto efectismo dramático, y en el año 2005 fue llevada al cine por un Luis Llosa, primo del autor, en una película protagonizada por Isabella Rossellini. Lo fácil sería señalar que cierta mirada cinematográfica está presente también en la dirección de Carlos Saura, pero lo cierto es que los recursos visuales que son tan comunes en su filmografía -planos especulares, colores saturados, juegos de sombras, etc…- no se encuentran en este espectáculo cuyo peso cae sobre los hombros de un extraordinario elenco de actores, que encabezan Juan Echanove en el papel de Trujillo y Lucía Quintana en el de Urania Cabral. ¿Por qué debemos verla? Porque nos confronta con los rasgos propios del despotismo, que para los políticos, más allá de su ideología, siempre es una tentación.

El beso. Isabel Ordaz y Santiago Molero. Foto de Roberto Carmona.

Quién se mueve entre el arte dramático y la narrativa es el autor de El beso, la pequeña gran obra que vuelve a la Sala Margarita Xirgú. Ger Thijs, que fue director del Teatro Nacional de Holanda y tiene en su haber varias novelas, nos propone algo tan sencilla como un paseo por los ondulados paisajes de Limburg, la única región de los Países Bajos desde la que, gracias a sus suaves colinas, es posible otear el horizonte. Este horizonte, metáfora de la esperanza, es precisamente del que nos habla la obra, pero sin caer nunca en la cursilería y el sentimentalismo. Un hombre y una mujer se encuentran una mañana de otoño en un banco, mientras toman un descanso en una larga caminata que se presenta larga. En un momento dado recuerdan la hazaña del director de cine Werner Herzog, cuando al saber que una amiga cercana había sido hospitalizada en París, decidió emprender un largo viaje a pie desde Munich hasta la capital francesa, con la superstición de salvarla así de la enfermedad. Todo camino acaba convirtiéndose en una peregrinación, en una búsqueda de sentido, en símbolo, ni más ni menos, que de la vida, como tantas veces hemos repetido quiénes alguna vez hemos hecho la ruta jacobea. Estos dos personajes caminan juntos, discuten, se interrogan y se descubren. Tal vez uno sea la conciencia del otro o simplemente el sendero que siguen nuestros pasos, el mismo con el que compartimos la soledad y el miedo en tantas ocasiones.

Debemos agradecer a Ronald Brouwer, director artístico del Teatro de la Abadía y traductor del neerlandés, habernos dado a conocer un texto que difícilmente hubiese llegado de otro modo a nuestro país, donde el teatro español o anglosajón ocupan buena parte de la cartelera. Aunque en algunas ocasiones pueda parecer que el humor de Thijs se aproxima al absurdo, en realidad se trata de humor holandés, en el que cierta impiedad está perfectamente aceptada. Lo mejor de la obra es el enigmático e inquietante equilibrio entre las pulsiones de deseo y de muerte y una frialdad nórdica que nos sumerge de inmediato en la reflexión y la melancolía, como si observáramos uno de los paisajes de Friedrich a los que la escenografía de Elisa Sanz parece remitir. María Ruiz dirige a dos actores en estado de gracia: Isabel Ordaz, con su carismática dicción, y Santiago Molero, en un personaje que es a la vez ángel y demonio. ¿Por qué debemos verla? Porque alguna vez todos nos encontramos caminando solos en un camino y como decía Tennessee Williams en Un tranvía llamado deseo «siempre he confiado mucho de la bondad de los desconocidos».

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