Durante casi 300 años el buen gusto, tal y como lo entendían la burguesía y la nobleza, tuvo su origen en Francia. De París venían los patrones que usaban las modistas y que con un año de retraso luego se lucían en el Paseo de Recoletos. De París venían los muebles de marquetería con patas de león, el uso de las boiseries y el parqué, los inmensos tapices de Gobelinos, los tejados con mansardas de pizarra. De París venían los modales en la mesa, las vajillas de porcelana de Sèvres, las cuberterías de plata y las cristalerías con plomo, para que fueran más brillantes. De París venían las innovaciones tecnológicas que se habían presentado en las Exposiciones Universales, la litografía, la fotografía, la fotoescultura, el cine… De París venían también los reyes, los ilustrados, los románticos, los anticuarios, los impresionistas, los revolucionarios… De París venían incluso los niños, dentro de un hatillo atado al pico de las cigüeñas. Vinieron tantas cosas y de tanto valor, que todas las obras que forman parte de la muestra El gusto francés proceden de colecciones españolas. Hasta el 8 de mayo la sala de exposiciones de la Fundación Mapfre vuelve a aderezarse como un palacio y traza un recorrido completo por el arte francés de los siglos XVII, XVIII y XIX.
Fue Luis XIV quien se empeñó en que Francia no sólo extendiera su poder por medio de la ocupación militar y que, casi como si fuera una suerte de espíritu, también se inmiscuyese en todos los rincones del mundo a través de los productos fabricados en las manufacturas reales (tapices, muebles, porcelanas, sedas, relojes, cristales…). Esta idea pionera se le había ocurrido a su primer ministro, Jean-Baptiste Colbert, un visionario que creó lo que hoy llamamos marca de país, y en la que nuestros vecinos del norte han sido líderes indiscutibles. Por eso la muestra, comisariada por Amaya Alzaga Ruiz, no sólo se detiene en las obras de arte pictórico y escultórico, sino que presta una atención especial a los textiles, la orfebrería o la cerámica, que viajaron de un lado a otro de los Pirineos con enorme facilidad, primero como regalos diplomáticos entre las cortes de París y Madrid y luego a través de los comerciantes que supieron alimentar la admiración de la burguesía española por la burguesía francesa, incluso en los años más terribles de la Revolución.
La muestra además ha sido el contexto en el que se han dado una serie de descubrimientos. Tal vez el más importante ha sido la recuperación de un cuadro de Jean Nocret que representa al Gran Delfín de Francia y que hasta ahora se encontraba en paradero desconocido. También ha salido a la luz un Claudio de Lorena que se encontraba en la Colección de los Duques de Cardona y una efigie de Carlos III niño por Michael-Ange Houasse, un artista que dejó de ser pintor de cámara del rey con la llegada de Isabel de Farnesio, a quién le inquietaba el poco parecido de los retratados con sus retratos. La exposición reúne otros cuadros de enorme valor, como Cristo muerto llorado por los ángeles de Le Brun o algunos de los objetos -relojes y sedas- que visten la Casita del Labrador de Aranjuez, reflejo del enorme amor por el arte y los artistas franceses de Carlos IV, que encargó su decoración al arquitecto Jean-Démosthène Dugourc.
A partir de la segunda década del siglo XIX Francia comenzó a mirar hacia el sur con cierta fascinación. Primero Luis Felipe de Orleans aprovechó la desamortización de Mendizabal para pedirle al Barón Taylor que comprara obras para su colección de arte español. Más tarde uno de sus hijos, el Duque de Montpensier contrajo matrimonio con la infanta María Luisa Fernanda en una boda conjunta en la que Isabel II también se casó con Francisco de Asís. Para evitar que le hicieran sombra, la reina les envió a Sevilla, donde crearon una corte por la que pasarían algunos de los artistas franceses más notables, como Alfred Dehodencq, que en la muestra tiene dos fantásticos retratos de inspiración velazqueña. En esta hispanofilia que empezó a revolucionar el gusto francés, la emperatriz Eugenia de Montijo tuvo un enorme papel. Fue ella quien animaría a Prosper Mérimée a escribir Carmen. Y sería también en esos años centrales del siglo XIX cuando Manet visitaría el Museo del Prado y el gusto español cambiaría para siempre la mirada de los artistas franceses. Pero esa es ya otra exposición. Así que me atrevo a sugerir un continuará…