Museo del Reloj Antiguo.

En la cripta del Edificio Grassy, en el primer número de la Gran Vía, se encuentra uno de los museos más singulares de Madrid: la colección de relojes antiguos formada por F. Pérez de Olaguer-Feliu y completada por el joyero Alexandre Grassy quien, de manera altruista, decidió mostrársela a todos aquellos que se acercaran a su tienda. Previa cita, abre los miércoles a las 12:00h y los jueves a las 17:30h. No se trata sólo de una curiosidad, en sus salas se exhiben piezas de grandísimo valor, como un autómata fabricado en Núremberg a finales del siglo XVI, dos cucos holandeses de esa misma época, varios relojes-ánfora franceses del siglo XVIII y algunos instrumentos japoneses para medir el paso de las horas.

Alexandre Grassy descendía de una familia de orfebres italianos con nacionalidad francesa, pero había nacido en Argelia y se había instalado en Madrid antes de la Guerra Civil. Cuando tenía todo listo para marcharse a Brasil, el azar estuvo de su parte, porque un relojero portugués, al que conoció cuando hacía escala en España, le convenció para que se quedara en la capital —¡Madrid será tu América!, le dijo— y, del mismo modo que les sucedió a Loewe, instalado en la acera de enfrente, al poco tiempo su apellido se convirtió en un símbolo de cierto tipo de elegancia cosmopolita que, en aquella época, sólo podía venir del extranjero y florecer en la Gran Vía. Desde entonces Grassy ha importado joyas y relojes del resto de Europa y ha fabricado sus propias piezas, algunas diseñadas por artistas contemporáneos como Blanca Muñoz o Anthony Caro. Pero volvamos al museo y a los tesoros que custodia.

Alexandre Grassy y su hija Christiane el día de la inauguración de la Joyería Grassy en Gran Vía 1, Mayo 1954. Cripta del Museo del Reloj Antiguo.

El tiempo, de manera paradójica, parece haberse detenido bajo las bóvedas de esta cripta, abierta al público por primera vez en 1953. De todos los tesoros que custodia el autómata de un monto que mueve los ojos cuando da las horas es uno de los más llamativos. Fue fabricado en Núremberg a finales del siglo XVI y podría formar parte de cualquier gabinete de curiosidades de un príncipe del Renacimiento. Ejemplos similares a este encontramos en algunas colecciones reales, pero son siempre piezas únicas. También forman parte del museo un reloj de sobremesa también alemanes, con campana para la sonería y aspecto de torre, parecidos a los que siempre presidían las mesas de trabajo del emperador Carlos V.

Los relojes franceses son los más numerosos. Abundan los de la época Luis XVI, poco antes de que el tiempo pareciera precipitarse con los vientos de la revolución. Los de péndulo son elegantes debido a su esbeltez. Los de chimenea, similares a los que coleccionó el monarca español Carlos IV, sorprenden por el ingenio para ocultar siempre las agujas en la retórica de las escenas representadas. Ya de principios del siglo XIX es el Gran Reloj Planetario en Bronce Dorado al Mercurio, firmado por el belga Raingo à Tournay. Ojalá pronto lo veamos en funcionamiento porque debe de ser un espectáculo el giro de la luna en torno a la tierra y de la tierra en torno al sol. De esta mismo época es un reloj-ánfora de porcelana de Sevres que perteneció a la emperatriz Eugenia de Montijo y del que se asoma un pajarito para dar las horas.

Los ingleses también fueron grandísimos relojeros. De James Cox es un delirio de inspiración india. Sobre cuatro elefantes se levanta esta torre de bronce dorado, ágata y cristales que nos recuerda al Reloj del Pavo Real construido por el mismo autor y conservado en el Museo del Hermitage de San Petersburgo. Y de Robert Weatherston es un reloj con dieciséis campanas. Ambos están datados en el siglo XVIII.

Y aunque habría motivos suficientes para destacar todos y cada uno de los relojes del museo de Grassy, me marcho con uno de los más espectaculares: la pieza manufacturada en los talleres de Cantón, en el periodo Qianlong, a finales del siglo XVIII. Una obra que refleja la delicadeza de los artesanos chinos que trabajaban para el mercado imperial. Fíjense en los paisajes diminutos, en los que podemos imaginar que los barcos, el sol o el viento mismo se muevan al ritmo de las horas.

Reloj jaula atribuido a Courvoisier & Frères. Principios del siglo XIX. Reloj manufacturado en los tallers de Cantón. Finales del siglo XVIII.

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