Enigmas de la Navidad en El Prado

Categoría: Arte y Cultura 20 diciembre 2023

Adoración de un Rey Mago. Pintura mural de la ermita de la Vera Cruz de Maderuelo. Siglo XII. Anónimo. © Museo Nacional del Prado.

Si tuviéramos que colgar en una única sala todas las natividades del Museo del Prado, necesitaríamos por la menos la galería abovedada de la planta principal, donde actualmente se muestran los grandes cuadros de historia. Ni queremos mover las obras de sitio ni este reportaje pretende ser un recorrido pormenorizado por la colección, sino incidir en las anécdotas que hacen particulares a las siete pinturas que hemos elegido. Por ejemplo, un Rey Mago que llega sólo y sin sus compañeros a Belén, un pesebre que parece una cueva o el diablo escondido entre quienes se acercan a adorar al niño.

¿Y los otros Reyes Magos?

No, no se han quedado en el camino. Fue al final de la Edad Media cuando se impuso la tradición de que fueran siempre tres los Reyes Magos. Como en el Evangelio no se especifica un número exacto, hasta entonces era posible encontrar numerosos ejemplos como el de la capilla de La Vera Cruz de Maderuelo. Aquí solo hay uno, que representa a todos los que supieron interpretar las estrellas y le ofrece al niño Jesus —borrado de la pared por las inclemencias del tiempo— un mismo recipiente en el que van oro, incienso y mirra. Las pinturas murales de este templo del siglo XII fueron trasladas desde la pequeña localidad segoviana al Museo del Prado en 1947. Sus figuras sin volumen ni profundidad son una muestra del estilo románico.

Tríptico de la Adoración de los Magos. Hacia 1499. El Bosco © Museo Nacional del Prado.

¿Qué hace un señor cómo tú en un lugar como este?

«Toc, toc. ¿Puedo? ¡No soy el diablo!», parece decir la figura de un hombre semidesnudo y cubierto con una corona que, desde dentro del pesebre, trata de hacerse un hueco entre los Reyes Magos. Pero efectivamente quien aparece de tal guisa es el Anticristo. El más excéntrico de los pintores flamencos del siglo XVI, El Bosco, lo colocó a pocos metros de la mula y seguido por una corte de farsantes y monstruos sin que por ello se asusten ni la Virgen ni el Niño. Nada en este tríptico es lo que parece, al fondo vemos una ciudad imaginaria que podría evocar la Jerusalén celestial y justo delante, dos ejércitos a punto de enfrentarse en una batalla. En la tabla de la izquierda hay un hombre junto al fuego: es san José secando los pañales del recién nacido.

Adoración de los pastores. 1612-1614. El Greco. © Museo Nacional del Prado.

¿Estamos en una cueva?

El Greco no quiso ubicar la Adoración de los pastores dentro de una cueva. ¿O tal vez sí? Tal vez, al igual que otros artistas del Renacimiento solo imaginó un portal de Belén con columnas corintias y arquerías a los cuatro vientos, pero nosotros, sobre las cabezas de unas larguísimas figuras —y me gustaría escribir una tilde gigantesca encima de la letra i para expresar lo que quiero decir—, lo que vemos son las bóvedas irregulares de una cueva. ¿O a lo mejor sí quiso pintarla, del mismo modo que se saltaba a la torera las proporciones de las figuras? Mucho se ha escrito sobre este artista de origen cretense que con sus imágenes devocionales alcanzó la admiración de la aristocracia toledana. Para algunos era un pintor medievalizante, para otros es un adelantado a su tiempo.

La Natividad. 1597. Federico Barocci. © Museo Nacional del Prado.

¿De dónde viene la luz?

Aunque en la escena del nacimiento recreada por Federico Barocci todo parezca tan real como la vida misma, hay algo que resulta extraordinario: el establo es de verdad un establo, con sus montones de paja y un comedero para las reses, el suelo está sucio y al fondo un San José, viejo como delata su calvicie, abre la puerta a los pastores, que ya saben la buena nueva. Pero si nos fijamos con más atención descubrimos que la luz de esta pintura, datada en 1597, proviene de un lugar donde habitualmente no dejaríamos un candil, por miedo a que ardiera todo. Desde detrás de la misma cabeza del Niño un haz irradia el conjunto y crea unos claroscuros dramáticos que anuncian el Barroco.

Adoración de los pastores. 1612-1614. Juan Bautista Maíno. © Museo Nacional del Prado.

¿Dónde lo vimos antes?

De Juan Bautista Maíno es esta Adoración de los pastores, en la que los ángeles contemplan desde las nubes lo bien que han hecho su misión: avisar a los hombres para que traigan sus ofrendas al Niño. Sin embargo una de las figuras, a torso descubierto y con las plantas de los pies sucias, permanece de espaldas al nacimiento. ¿Se ha quedado dormido como el característico personaje de Benino en los belenes napolitanos? No. Si aún recordamos las clases de Historia del arte enseguida nos recordará al Galo moribundo, la escultura romana que se conserva en los Museos Capitolinos y de la que esta figura es una copia. Su posición sirve para dar profundidad a la escena.

La Adoración de los Magos. 1609. Pedro Pablo Rbuens. © Museo Nacional del Prado.

¿Por qué se amplió el cuadro?

Si nos fijamos bien veremos la costura que une la franja superior del lienzo al resto del cuadro. Por encima se encuentran los cielos con dos angelotes y las cabezas de los caballos. La primera versión, más horizontal, la finalizó Rubens en 1609 para el Ayuntamiento de Amberes, con motivo de la celebración de la Tregua de los Doce Años entre España y las Provincias Unidas. Más tarde la pintura vendría a Madrid con Rodrigo Calderón, a quién la ciudad se la había regalado. Rubens volvió a reencontrarse con su obra en 1628 y decidió hacerla más grande para que luciera mejor en el Alcázar, donde competía en belleza con las obras de Tiziano y Velázquez.

Adoración de los Reyes Magos. 1619. Diego Rodríguez de Silva Velázquez. © Museo Nacional del Prado.

¿Quién es quién?

Diego Velázquez aprovechó este encargo para hacer un retrato de su propia familia. La Virgen es su mujer Juana, el Niño su hija Francisca, que había nacido pocos meses antes, y Melchor, el mayor de los tres Reyes Magos, su suegro y maestro, Francisco Pacheco. La obra fue realizada antes de llegar a la Corte, con los colores terrosos que caracterizan su etapa sevillana. Se consideraba que el detallado realismo de los personajes —tan verosímiles como los actores de un belén viviente— inspiraría la devoción de los fieles.

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