Coinciden este verano en Madrid y a muy pocos metros de distancia un par de exposiciones dedicadas a dos de los creadores más polémicos de la Transición, ahora que seguimos celebrando el 40 aniversario de la Constitución Española de 1978. Mientras La Tabacalera. Promoción del arte acoge la muestra sobre el cineasta Eloy de la Iglesia, La Casa Enencida aborda la primera época de Ceesepe, 1973-1983, cuando despuntaba en la escena underground como un dibujante de historietas. Dos miradas distintas sobre un misma ciudad, Madrid, y en un periodo histórico en el que la sociedad española se enfrentaba a profundos cambios políticos y morales.
Eloy de la Iglesia, nacido en Zarautz en 1944, pertenece a esa estirpe de genios malditos en la que también se encuentran Rainer Werner Fassbinder y Bernad Marie Koltès –de la misma generación–, o Pier Paolo Pasolini, Jean Genet, Rimbaud, Caravaggio y tantos otros que bajaron a los infiernos para revelarnos la belleza de los proscritos. Todos homosexuales, viscerales, excesivos, melodramáticos y atormentados, y, tal vez por esto, observadores privilegiados de la podredumbre de los valores pequeñoburgueses. De la Iglesia comenzó su carrera cinematográfica casi una década antes de la muerte de Franco. Sus primeras películas, tal y como nos cuenta la exposición, son thrillers de inspiración italiana –podría recordarnos a los gialli de Dario Argento– o remedos de un cine seudocientífico estadounidense –Una gota de sangre para morir amando (1973) es casi una versión libre de La naranja mecánica (1971) de Kubrick–. Entre estos primeros títulos sorprende La semana del asesino (1972), en la que por primera vez, y pese a ser censurada, se aborda en el cine español el tema de la homosexualidad. Habría que esperar quince años más para que el actor Eusebio Poncela, en el papel de Néstor, protagonizara La ley del deseo (1987) de Pedro Almodóvar, que tanto (tantísimo) les debe a Eloy de la Iglesia y a Iván Zulueta.
Pero el Eloy de la Iglesia más singular, el que desarrolla una manera única de hacer cine, llegaría más tarde. Son sus películas realizadas al comienzo de la democracia española, las que los críticos apellidaron con el adjetivo «quinqui» que el director detestaba, las que mejor reflejan ese espíritu descarnado, directo, soez, iconoclasta y profundamente humano que impregna cintas como El diputado (1978), Navajeros (1980), Colegas (1982), El pico (1983) o La estanquera de Vallecas (1987), en las que muchas veces trabaja con intérpretes no profesionales como José Luis Manzano, que tanto recuerda a Ninetto Davoli, el actor fetiche de Pasolini. A través de las fotografías del rodaje y de una serie de videoinstalaciones realizadas por artistas jóvenes de hoy, la muestra de La Tabacalera, comisariada por Pedro Usabiaga, presenta de una forma muy discreta la radicalidad de un cine que no dejó de reflejar nunca las paradojas de la Transición, la irrupción de la droga, la explotación ejercida de los fuertes sobre los humildes y la violencia desproporcionada e irracional.
Esta misma época la retrata también Ceesepe, nombre con el que firmaba Carlos Sánchez Pérez, artista polifacético que falleció hace ahora menos de un año. La muestra de La Casa Encendida, comisariada por Elsa Fernández-Santos, tiene el título de una de sus historietas, Vicios Modernos, y aborda el periodo en el que hizo la mayoría de sus comix, entre 1973-1983, antes de centrarse fundamentalmente en la pintura. Catorce años más joven que Eloy de la Iglesia, Ceesepe formó parte de una generación que todavía era muy joven cuando murió Franco y es uno de los nombres más populares de la mitificada Movida. Había nacido en Madrid en 1958 y con poco más quince años era fácil encontrarlo en el Rastro vendiendo los fanzines que el mismo audoeditaba o compraba en Barcelona. Es entonces cuando conoce Alberto García Alix, con el que años más tarde haría una fabulosa película de 18 minutos producida por TVE y que también puede verse en la exposición, El día que muera Bombita.
Las historias de Ceesepe, al igual que las de Eloy de la Iglesia, hablan de drogas, sexo y rock & roll, pero lejos de convertirse en un metáfora ética de una sociedad en plena transformación, son extraordinarios ejercicios de estilo en los que lo castizo y lo punk se mezcla con ironía y sin complejos. El nombre de cada iniciativa nos dan una idea de por dónde iban los tiros: Cascorro Factory, Nasti de plasti o Bestias de lujo. Hoy siguen resultando igual de provocadores que hace 40 años.
Para completar la visita a estas exposiciones, merece la pena acercarse a ver la muestra Poéticas de la Democracia en el también cercano Museo Reina Sofía, que explica el surgimiento de la subcultura española en la década de 1970, o desplazarse un poco más al norte hasta el Museo de Arte Contemporáneo de Madrid, ubicado en Conde Duque, donde hay una recreación virtual del estudio de Ceesepe de la calle Mayor. Ha sido una idea genial instalarla al lado del despacho de Ramón Gómez de la Serna, fuente de inspiración para el artista, y que junto a éste y a Eloy de la Iglesia, es otro de los madrileños inmortales. ¡Ramón!¡Siempre volvemos a Ramón!