Para juzgar el realismo castizo de las novelas de Galdós, de cuya muerte se cumple este año el centenario, decía el ingenioso y excéntrico Valle-Inclán que el canario era un escritor “garbancero” y que su prosa olía mucho a cocido. Aunque sobre todo había sarcasmo y burla en esta valoración, yo no puedo sin embargo imaginar mayor halago que éste, dado que el plato tradicional madrileño es indiscutiblemente un manjar de dioses. Tan divino y celestial que después del mismo, lo único que se le puede comparar es una merecida siesta en compañía.
El plan, castizo y realista como eran Fortunata, Jacinta, Torquemada o La de Bringas, nos lo propone el Hotel Índigo y su restaurante El Gato Canalla para celebrar los domingos en pareja. De primero la sopa de fideos -servida en esta ocasión de una manera originalísima: se presentan los fideos y luego se derrama encima el caldo-. De segundo los garbanzos, con chorizo, tocino, morcillo, gallina, zanahoria, patata, repollo…y por supuesto la huella de la punta de jamón, los huesos y todo lo que hace del cocido la suma equilibrada de sabores, colores, aromas y texturas. De postre una torrija con helado de mascarpone e higos. Y de re-postre una habitación para compartir en este establecimiento que está prácticamente encima de la Gran Vía y desde cuya terraza se avista el barrio de Malasaña y la Casa de Campo -que ahora está verde y preciosa-.
Por desgracia a finales del siglo XIX todavía no existía el Hotel Índigo ni esta propuesta tan prometedora de cocido más siesta. Aunque tanto el cocido como la siesta ya eran costumbres muy asentadas entre los madrileños, como nos cuentan Galdós en sus novelas. Quién sabe si de haber nacido cien años más tarde no frecuentaría el propio don Benito la mesa de El Gato Canalla, acompañado por doña Emilia, es decir por la gran escritora gallega Emilia Pardo Bazán, con quien tuvo una relación amorosa y secreta de alto voltaje. Así no tendrían que refugiarse en las estancias del palacio de la autora de Los pazos de Ulloa, o en la Iglesia de Maravillas o en las esquinas de la calle de la Palma, para que nadie les encontrara juntos y revueltos, como los garbanzos. Y podrían, ahora sí, disfrutar de su amor a escasos metros del cielo. Prometo que algún día escribiré un ensayo titulado Elogio de la siesta, o por qué no Elogio del cocido. Sin duda empezaré contando como tantas veces lo más sencillo es lo más placentero.