Coinciden esta temporada en Madrid dos exposiciones que muestran tanto la evolución de las primeras vanguardias hacia la abstracción como su obsesiva búsqueda de un arte nuevo para un mundo nuevo, el que entonces nacía con el siglo XX. Mientras el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza reúne las obras expresionistas con la que el último barón de la saga completó la colección de su padre, el Museo Reina Sofía traza el viaje sin retorno del movimiento De Stijl, que en pocos años agotó muchos de sus postulados estéticos al mismo tiempo que cambiaba para siempre la manera que hoy tenemos de mirar un cuadro o cualquier otro objeto que sea fruto de un diseño racional.
Una colección de arte degenerado
A través de sus adquisiciones, Hans Heinrich von Thyssen-Bornemisza quiso imprimir a la colección de la familia su propio sello. Junto a las obras de los maestros antiguos holandeses e italianos que había atesorado su padre, pronto empezó a exhibir las propuestas de los postimpresionistas franceses, los abstractos rusos y los realistas norteamericanos, que transformaron en un museo las paredes de su residencia en Lugano, la Villa Favorita. La razón que justificaba todas estas compras era explicar y contextualizar a los pintores alemanes que habían sido denigrados por los nazis en la exposición de Arte degenerado de 1937, y que pronto se convirtieron en el eje central de su política de compras. De esta forma el segundo barón de la saga Thyssen-Bornemisza no sólo reivindicaba a una serie de artistas que aún en los años sesenta no habían alcanzado precios estratosféricos como los que tienen hoy, sino que también lograba acallar cualquier rumor que asociara su apellido a la etapa más oscura de la historia reciente del país. Prejuicios alentados por la relación con el partido de Hitler de su tío Fritz, con el que Hans Heinrich no tuvo ningún tipo de contacto. No obstante, el coleccionista había nacido en Holanda, tenía ciudadanía suiza, un título de origen húngaro y residencia en Mónaco.
Una acuarela de Emil Nolde, adquirida en 1961, fue la primera de una larga lista de obras que Hans Heinrich compró a su amigo y marchante R.N. Ketterer, gran conocedor de la pintura expresionista. Antes de cerrar un acuerdo, solían escribir cada uno en un papel el precio que consideraban más adecuado y por lo visto el barón siempre tiraba hacia arriba. En la exposición que ha comisariado Paloma Alarcó a partir de los fondos del Museo Nacional Thyssen-Bornemisza de Madrid, se refleja tanto la variedad de temas y derivaciones del arte alemán desde los años diez hasta la Segunda Guerra Mundial, como el gusto personal del coleccionista, que decía mantener una relación íntima con cada una de las piezas y que quiso mantener un diálogo con los paisajes y retratos que había heredado de su padre. Por este empeño de Hans Heinrich podemos afirmar que la pinacoteca ofrece un completo recorrido a lo largo de la historia del retrato y del paisaje europeos, desde las obras flamencas a la llamada nueva objetividad, de las marinas holandeses a los tormentosos cielos expresionistas.
La pincelada suelta y vibrante, los colores intensos y contrastados que tantas veces no se corresponden con los de la realidad (rostros verdes, praderas rojas, aguas moradas), la distorsión de la perspectiva, el uso de una gestualidad violenta y la influencia de nuevos referentes como Van Gogh, Gauguin, el arte popular o los iconos rusos son los rasgos del expresionismo alemán, que tuvo en Dresde y en Munich sus principales focos. En la primera de estas ciudades surgió en 1905 Die Brücke, un grupo constituido entre otros por Erich Heckel y Ernst Ludwig Kirchner. Este último moriría cerca de Davos (Suiza) en 1938 tras años de aislamiento por una crisis nerviosa y después de haber pintado algunas de las obras más conmovedoras del siglo XX, como pueden ser Cocina Alpina, Calle con buscona de rojo o la icónica Fränzi ante una silla tallada, todas presentes en la exposición y en la colección del museo, que fue adquirida por el Estado español en 1993. En Munich, surgió poco después, Der Blaue Reiter, fundado en 1911 por Franz Marc y Vasili Kandinski, que en esta etapa publicaría el libro De lo espiritual en el arte, un manifiesto a favor de la expresión libre de las emociones que le condujo definitivamente hacia la abstracción.
El camino de la abstracción
Tanto Die Brücke como Der Blaue Raiter se desintegraron en 1913. Después llegó la Primera Guerra Mundial y más tarde los locos veinte con su vuelta al orden y la nueva objetividad, que sin duda fue también heredera de este camino iniciado por el expresionismo. A partir de entonces tomaron el relevo en el camino de la abstracción los pintores revolucionarios rusos (suprematistas y constructivistas) y un grupo de artistas holandeses en torno a la revista De Stijl, fundada en 1917 por Theo van Doesburg. Durante poco más de una década esta publicación mantuvo vivo el sueño de una expresión plástica que, reducida a sus elementos básicos (la línea y el color), era capaz de crear emociones concretas. Son estos pintores, diseñadores y arquitectos a los que el Museo Reina Sofía dedica una muestra que podríamos visitar como si fuese la segunda parte de la anterior.
La exposición, comisariada por el especialista Hans Janssen, se centra fundamentalmente en la figura de Piet Mondrian, pintor que comenzó su carrera como bodegonista y paisajista académico y que poco a poco fue desnudando sus cuadros de elementos accesorios hasta llegar a una composición con líneas verticales y horizontales del mismo grosor y superficies planas de colores primarios: amarillo, rojo y azul. Si bien sus obras más populares se han convertido en una suerte de iconos pop -reproducidas millones de veces en catálogos de arte y postales-, son mucho menos conocidas por el gran público los experimentos que le llevaron a esa depuración radical, que le aproximan a veces al cubismo y a veces a creadores de la Escuela Bauhaus -considerado por los mismos como uno de sus referentes-.
Al pintor holandés se debe también uno los textos teóricos más hermosos de la historiografía artística: Realidad natural y realidad abstracta, el diálogo ficticio entre un maestro naturalista, un maestro abstracto y un aficionado. Publicado en 1920, cien años después todavía resulta revolucionario por su defensa de la abstracción como la forma más fiel para acercarse a la realidad. Probablemente si planteáramos esta afirmación a varias personas elegidos al azar entre los visitantes del museo, dirían casi sin dudarlo que es falsa, porque como sucedió con casi todas las vanguardias, también el neoplasticismo terminó fracasando. Pero resulta innegable que cambió nuestra manera de mirar. Hoy en las escuelas de diseño se enseña que la razón y la economía de medios es el método más rápido para llegar a un buen resultado, que sea funcional y bello. Se han podido decir comentarios estúpidos a cerca de la facilidad y simpleza de los cuadros de Piet Mondrian pero nadie, con un mínimo sentido del gusto y de la realidad, subrayaría que son feos. Los muebles, como la maravillosa silla de Rietveld que también forma parte de la exposición, parece que fueron diseñados ayer.
Tantos los expresionistas como De Stijl crearon un arte nuevo para un mundo nuevo. Puede que ese mundo, tal y como todos ellos lo imaginaron, no llegara nunca, pero sus obras, sin ser definitorias, se presentan en el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza y Reina Sofía como las reliquias más valiosas de un tiempo que creyó en las utopías.