Siempre me ha gustado visitar casas ajenas, y si son de personas que no conozco, mucho mejor. Porque no hay forma más precisa de saber cómo es alguien que viendo los libros de sus estanterías o los cuadros que decoran su pared. El palacio del que hablo en este post fue cedido por el Marqués de Cerralbo al Estado con la condición de que se conservara tal y como él lo dejó, lo que hoy nos permite conocer cómo era uno de los más excéntricos personajes de la nobleza madrileña en los años de la Belle Époque.
Enrique de Aguilera y Gamboa, XVII marqués de Cerralb, fue senador del Reino y representante del pretendiente al trono, Don Carlos de Borbón y Austria-Este, que le nombró Caballero de la Orden del Toisón de Oro en 1895 y le impuso el Collar de la Orden del Espíritu Santo en 1896. Pero, tres años después, cansado ya de la política y ante la profunda crisis de identidad que atravesaba el país debido a la pérdida de las colonias, la conocida como crisis del 98, decidió dedicarse a la ciencia y a la historia. Aparte de apoyar las investigaciones del paleontólogo alemán Hugo Obermaier o del arqueólogo francés Henri Breuil, ambos muy interesados en el estudio del arte rupestre español, el propio marqués emprendió sus excavaciones en los yacimientos de Torralba y Ambrona.
Pues bien, todo ésta retahíla de títulos y méritos se comprende mucho mejor nada más cruzar el umbral del palacio – por cierto, uno de las primeros con agua corriente y teléfono que hubo en Madrid -, donde el marqués exhibía su colección de arte y antigüedades. Conocido tanto por su actividad política, como por su afición a la literatura y a las bellas artes – en el comedor de invierno se conservan algunos de los bodegones que pintó de joven -, el marqués decidió montar en el piso principal una galería, fiel reflejo de su gusto y su alcurnia, tal y como había visto en los palacios franceses e italianos. Entre las pinturas destacan obras de El Greco, Zurbarán o Alonso Cano. El mobiliario es un ejemplo de eclecticismo fin de siècle. Además abundan las colecciones de cerámica, bisutería popular y souvenirs, ya que el marqués hizo numerosos viajes con su mujer y los hijos de ésta por toda Europa. En cualquier caso y aunque las panoplias, algunas de ellas delirantes composiciones arquitectónicas que incluyen las armas de su linaje, ocupen gran parte del espacio, al recorrer estas salas tengo la impresión de que el esteta, el amante del arte, tiene más protagonismo que el político tradicionalista.
Tal vez el espacio que mejor retrate al marqués es el Salón Vestuario, donde una pirámide de espadines y sables ocupa el lugar central. Como tantas otras estancias de la planta noble del edificio, donde se realizaban recepciones, se trata de un decorado, en este caso para la ceremonia cortesana de arreglarse en público, como solían hacer los reyes europeos en el siglo XVIII. Otros ambientes con fuerte personalidad del palacio son el Gabinete Oriental, donde se muestran objetos procedentes de Japón, Filipinas, China, Marruecos, Turquía o Nueva Zelanda, o la sala de las columnitas, en la que el Marqués de Cerralbo dispuso sobre pilares de mármol, jaspe y ágata su colección de pequeñas figuras egipcias, griegas y romanas. Pero si tuviera que elegir el ámbito más suntuoso del museo ese sería el Salón de Baile, escenario de interminables noches de fiesta cuyo eco parece aún retumbar en sus paredes. Visitar el Museo Cerralbo, recorrer los salones de este palacio madrileño, es como conocer de cerca a un marqués, a un político, a un arqueólogo y a un soñador de hace más de cien años.