El Museo del Prado ha reunido 31 de las 40 obras atribuidas a Georges de La Tour en una exposición que puede verse hasta el 12 de junio. Además de ser una ocasión excepcional para conocer el trabajo del pintor, es una de las muestras más hermosas que pueden verse ahora mismo en Madrid.
Sin ser el mejor dibujante, ni el mejor colorista, ni el más famoso ni el que más encargos recibió en su tiempo, Georges de La Tour es, sin embargo, uno de los más cercanos a la sensibilidad contemporánea. Al igual que sucede con Zurbarán (de hecho muchos de sus trabajos se han confundido), raro es el artista de hoy que no lo reconozca entre los grandes maestros del pasado. Es fácil encontrar en sus obras dificultades para componer y cierto acartonamiento de las expresiones, pero parece que en 1639 llegó a ser pintor de Luis XIII, rey de Francia. A partir de ahí se le perdió la pista hasta que en la época de entreguerras le recuperaron los artistas de la Nueva Objetividad.
Después de un primer paseo por la exposición del Museo del Prado entiendo a qué se debe hoy el éxito del pintor barroco. Si bien gran parte de sus obras son de temática religiosa, encuentra en la iconografía cristiana un sentido universal. No importa tanto que represente a San Jerónimo o un violinista ciego, sino a la figura ensimismada del mártir o de un pensador que mira absorto, lleno de melancolía, como si hubiera descubierto el engaño de los sentidos.
Como sabrá gran parte del público, estas imágenes, que parecen estar envueltas por un poderoso silencio, son herederas de las de Caravaggio, a quien por cierto el Museo Thyssen-Bornemisza dedica una exposición a partir del 21 de junio. Pero La Tour va mucho más allá y lleva al límite la técnica cloroscurista. El pintor, al igual que los fotógrafos más experimentales de la vanguardia de principios del siglo XX, busca el contraluz y sintetiza ciertos elementos en simples siluetas, como la mano de la Magdalena fundida en una mancha oscura.
Es tan exquisita la selección de obras que ha reunido el Prado – entre las que se encuentran dos lienzos de la propia pinacoteca –, que al cabo de una hora volví a verla otra vez para dedicarle más tiempo a una de las salas en la que se presentan todas las pinturas nocturnas. Las sombras parecen vibrar como si estuvieran verdaderamente proyectadas por una llama titilante. Ojalá me dejaran apagar las luces del museo para comprobar si las velas siguen encendidas.