Probablemente la exposición Invitadas, que puede verse en el Museo del Prado hasta el 14 de marzo, sea uno de los acontecimientos culturales más importantes de los últimos años en Madrid. No sólo porque explique la significativa ausencia de mujeres artistas en las colecciones de la pinacoteca –algo que vienen denunciando distintas asociaciones feministas desde hace un tiempo–, sino porque además explora todos los matices de una misoginia de la que todavía hoy, por desgracia, vemos las secuelas, a veces donde menos nos las esperamos.
Al igual que la escritora Patricia Esteban se preguntaba en su libro de poesía El rescate invisible «¿qué fue de los grandes directores de cine de la Edad Media?», el comisario Carlos G. Navarro debió plantearse algo similar como punto de partida de la muestra. ¿Dónde están las mujeres artistas anteriores a las vanguardias? ¿Por qué de las casi 8.000 obras que forman parte del catálogo del Museo del Prado sólo hay 52 que fueron hechas por mujeres? ¿Qué responsabilidad tienen los historiadores de hoy? La realidad suele ser tozuda y por mucho que tratemos de esconderla casi siempre nos damos de bruces con ella. A las mujeres se las negó la formación académica, la libertad profesional e incluso el don del genio –tan cuestionado en la actualidad por la teoría estética–, que según apuntaba Linda Nochlin en su ensayo de 1971 ¿Por qué no han existido grandes artistas mujeres?, fue concebido como una cualidad a la medida de los hombres. A las pocas artistas que tenían la oportunidad de demostrar su talento, se las relegaba a géneros que se consideraban menores, como el bodegón y las miniaturas que practicaron respectivamente Fernanda Francés o Teresa Nicolau, entre otras, o se dedicaban a ser copistas, como hizo durante años Rosario Weiss, ahijada y pupila de Goya. Las que por suerte alguna vez exponían en los salones oficiales eran tildadas de simpáticas amateurs. Algunas se vieron obligadas a abandonar su vocación al casarse, como Helena Sorolla –hija del pintor–, y otras después de recibir duros rapapolvos de una crítica moralizante, como le sucedió a Aurelia Navarro tras presentar un desnudo femenino inspirado en la Venus del espejo de Velázquez.
Esta misoginia tiene su correlato en los temas que trataron los pintores de la época. Mientras el cuerpo de la mujer –a veces de mujeres púberes como las pintadas por Pedro Sáenz Sáenz–, era objeto de la mirada lasciva de los artistas bajo la excusa de cualquier tema histórico u orientalista, se popularizaron los cuadros que censuraban el comportamiento de las mujeres descarriadas o adúlteras que, según el sistema de valores de aquella época, se habrían dejado llevar por unos deseos que no atendían ni la razón ni a la moral. Hubo artistas que se atrevieron a denunciar esta misoginia y ahí tenemos los casos de Antonio Fillol Granell o Luis García San Pedro. Casi como si fueran las viñetas de un comic que ilustrara La Regenta de Clarín o La insolación de Emilia Pardo Bazán, estos mismos arquetipos se perpetuaron más tarde en la literatura popular y el cine –como apunta la propia exposición– y finalmente cuajaron en el mito de la femme fatale, que tan importante fue en el imaginario de algunos artistas de principios de siglo XX, como Ignacio Zuloaga.
Una de las máximas expresiones de este machismo durante la primera mitad del siglo XIX fue la cuestión dinástica. Los carlistas no sólo se negaban a reconocer el nuevo orden liberal, sino también la legitimidad de Isabel II. Surge así uno de los episodios más desconocidos de nuestra historia del arte. Si los conservadores alentaban la idea de reinas frágiles y enfermas, como Juana la Loca, los isabelinos reivindicaban figuras femeninas fuertes como Doña Urraca. La reina puso tanto empeño en esta campaña de propaganda a su favor que en su círculo cortesano incorporó mujeres de enorme valía, como por ejemplo la escritora Gertrudis Gómez de Avellaneda, presente en la muestra a través de un retrato de Federico de Madrazo que proviene del Museo Lázaro Galdiano.
Las invitadas a las que se refiere el título de la exposición no son las mujeres de hoy, sino las de hace 200 años, cuando muy pocas encontraban el apoyo necesario para llegar a ser artistas profesionales. De este modo la pinacoteca, en nombre todo el sistema del arte –academias, críticos, historiadores–, trata de entonar un mea culpa, a sabiendas de que esa ausencia no podrá ser nunca completada. Carlos G. Navarro, que hace unos años nos sorprendió con una extraordinaria muestra de Ingres y con un itinerario LGTB+ en las mismas salas del Museo del Prado, ha tenido el acierto de no caer en la tentación de proponer una historia fantástica del arte y ha decidido contar –en ocasiones con mucha crudeza–, la triste realidad de un siglo en el que la mayoría de las mujeres con talento no pudieron dedicarse a la pintura y cuando pisaban los estudios era para ser modelos o en el mejor de los casos ayudantes de sus padres y maridos.
Invitadas, que podrá verse hasta el 14 de marzo en el Museo del Prado, es una de esas rarísimas exposiciones que se quedan impresas en nuestra retina durante años, pero que además nos hace pensar en todo lo que nos hemos perdido, en todo lo que no pudo ser por culpa de la misoginia que retrata y que no puede obviarse, y esto es lo que resultaba pertinente contar. ¡Enhorabuena!